ALUVIÓN HUMANO DE PAÍSES EN CONFLICTO

Angustia en el corredor de los Balcanes

4. HACIA HUNGRÍA Unos inmigrantes se ocultanen Horgos, junto a la fronteraserbio-húngara.

4. HACIA HUNGRÍA Unos inmigrantes se ocultanen Horgos, junto a la fronteraserbio-húngara.

MARC MARGINEDAS / SUBOTICA (enviado especial)

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Chanclas como las que emplean los veraneantes para ir a la playa; camiseta de manga corta, con los antebrazos expuestos a la fina lluvia que, a intervalos, ha venido cayendo en los últimos días sobre el norte de Serbia; bermudas blancas, dejando las pantorrillas y la parte inferior de los muslos a la vista, atuendo nada al uso para un musulmán a quien la sunna (tradición musulmana) conmina a cubrir, como mínimo, las rodillas.

Es inexplicable que, con ropas tan livianas, Mustafá Ayoub haya podido recorrer los casi 2.000 kilómetros en línea recta que separan Homs, en el centro de Siria, hasta esta parada de autobús en la periferia de Subótica, a poco más de una decena de kilómetros del linde fronterizo entre Serbia y Hungría. Es la antesala del espacio Schengen, esa Europa sin marcas ni líneas divisorias, liderada por Alemania, su país de destino, y donde se aplica la libre circulación de personas.

El Gobierno de Budapest, encabezado por el populista Viktor Orban, se afana en estos últimos días de verano en cubrir el flanco sur de la UE con una verja y alambre de espino con el fin de dificultar el paso de este alud humano, que huye angustiado de la guerra.

Mustafá no ha querido emprender tan extenuante periplo solo y ha preferido acarrear consigo a su esposa, Bassima, y a sus cuatro hijas -ellas, sí, con jerséis y chubasqueros- recorriendo durante semanas Siria, Turquía, Grecia y Macedonia, el corredor balcánico que, desde la llegada del buen tiempo, está siendo empleado por decenas de miles de refugiados sirios, afganos y somalís en pos de una vida en un rincón del mundo donde las armas se mantengan en silencio. «Yo solo quiero criar a mi familia en paz», acierta a decir, a toda prisa, Mustafá, antes de abalanzarse, junto con decenas de compañeros sirios y afganos, sobre una desvencijada guagua.

También de Homs, también musulmán suní, también huyendo de la guerra, Alá al Homsi, de 25 años, junto con un puñado de compañeros abandonó Siria tras acabar sus estudios universitarios de Gestión Económica. Pese a que la ciudad vive en una calma relativa desde la rendición de los últimos reductos controlados por los rebeldes en la primavera del pasado año, para Alá, por edad y situación laboral, el único futuro que le aguardaba en su país en guerra es más guerra: debía enrolarse en contra de su voluntad en el Ejército sirio.

«No quiero servir en el Ejército de Asad; no quiero tener que matar por ese régimen», repite. Trabajo, para él, tampoco hay. Explica que los únicos puestos laborales disponibles «están copados por alauitas», la confesión religiosa a la que pertenece el presidente Asad. El viaje hasta Stuttgart, donde tiene familiares con cuya ayuda cuenta para salir adelante, le costó 2.200 euros, donados íntegramente por su padre.

NADIE SE ESCONDE

En Subótica nadie se esconde, nadie se amaga, nadie avanza a hurtadillas; los lugareños departen en sus terrazas y sorben sus cafés turcos y sus limonadas frescas sin inmutarse siquiera ante el paso cansino de esos individuos con ropas ajadas y rostro abotargado por el cansancio, atravesando las calles del centro de la localidad -flanqueadas por joyas de la arquitectura Art Noveau austrohúngara de principios del siglo pasado- en grupos de decenas, como si se tratara de un río humano cuyo discurrir ya no sorprende a nadie.

«Serbia está ayudando y cooperando en lo que puede, aunque las dimensiones del problema superan las capacidades del Gobierno de Belgrado», constata por teléfono Stepháne Moassaing, coordinador de campo de Médicos sin Fronteras. La oenegé mantiene varias clínicas móviles que acuden a los puntos donde se congregan los refugiados en Serbia, suministrándoles cuidados médicos. «Realizan entre 50 y 130 consultas diarias; tratamos sobre todo problemas relacionados con la fatiga y el cansancio, problemas de esqueleto y también enfermedades crónicas como diabetes», detalla Moassaing.

UNA FÁBRICA ABANDONADA

El punto de concentración para todo aquel que logra llegar hasta Subótica, última escala antes de la UE, es una abandonada fábrica de ladrillo al sur de la ciudad, en una cuneta de la carretera general que conduce a Novi Sad y a Belgrado.

Allí arribó, a primera hora del sábado, Ahmed Mohamed, un kurdo de Sinjar, ciudad de Irak que llegó a estar controlada por Estado Islámico y de la que fue expulsado en diciembre pasado, pero en la que, según él, los ecos de la guerra siguen resonando con potencia. «No se puede vivir en Sinjar, hay combates muy cerca y no hay trabajo para nadie», narra Ahmed.

Su viaje fue organizado desde Irak por un «líder», cuyo nombre asegura desconocer y que da señales  de vida solo cuando han atravesado la frontera de cada país. «Es un iraquí kurdo como yo; tiene pasaporte y permiso para cruzar las fronteras de Europa; cobra 5.000 dólares a los jóvenes y 1.500 a las familias», reseña Ahmed. Ahora solo espera su llamada para continuar el viaje.

El «líder» que guió el periplo de Husein Alafif, un sirio druso, ha cumplido su palabra hasta ahora. «Pero en esta situación nunca te puedes fiar de nadie», admite.