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«Tengo que escribir un libro para sacar toda esta pena»

Quilates de coraje. Anna Maria Llobet vivió 10 años en la calle. Un rostro de la exposición 'Vides inacabades'.

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«Tengo que escribir un libro para sacar toda esta pena»_MEDIA_2 / JORDI COTRINA

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Olga Merino
Olga Merino

Periodista y escritora

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Hasta el miércoles, todavía puede visitarse en el Convent de Sant Agustí (Comerç, 36) una muestra que pretende concienciar sobre la tarea social de la fundación Arrels. 'Vides inacabades' consiste en nueve retratos de gran formato, realizados por la artista Samantha Bosque, de otras tantas personas sin techo. Entre ellas, Anna Maria Llobet (Manresa, 1958) accede a compartir sus porqués.

-Cuando se acercan estas fiestas me entristezco, sobre todo desde que falta mamá. En cambio, mi padre… Me sabe mal decirlo, pero crecí aterrorizada, con el miedo a sus hostias. También maltrataba a mi madre.

-¿Vive su padre? No lo sé. Vivíamos en un infierno, y eso que él era de rezar, de congregaciones espirituales. Se quedaba el dinero que yo ganaba como telefonista. Decidí largarme de casa a los 17 años a vivir la vida hippy, como yo digo.

-Y recaló en Ibiza. Compartíamos una casa preciosa con artistas, y luego vendíamos los dibujos y esculturas en el mercadillo de Es Canar. Lo recuerdo como una época única, de libertad y paz.

-Aun así, regresó a Manresa. La isla llegó a ahogarme. Cuando volví, Antonio y yo nos enamoramos. Trabajábamos los dos en su restaurante, nos hicimos novios y al poco nos casamos en el juzgado. Jugábamos al ajedrez. En aquel tiempo, yo era un depósito de felicidad y les decía a mis amigas: «Coged, coged, que me desbordo».

-Pero algo se truncó. Un verano, nos fuimos a Cádiz y, de camino, paramos en Sabadell a por hachís. Oiga, fumábamos algún porro, pero nada más.

-La creo. Unos yonquis nos dijeron que había que ir a buscarlo a una masía y, una vez allí, nos robaron la furgoneta y el dinero. En el escondrijo tenían una pistola… Una bala pasó rozándome, pero a Antonio le dio en el pecho. Sus últimas palabras fueron: «Me ahogo».

-Terrible. Me recompuse gracias a los psiquiatras y quise continuar con el restaurante de Antonio yo sola. Con el paso del tiempo, llegó el IVA y los números ya no me salían. El alcohol comenzó a ser un refugio. Y además…

-¿Hubo algo más? Un accidente me tuvo 21 días en coma. Habíamos bebido, era de noche y las obras en la carretera estaban mal señalizadas.

-Me deja sin palabras. Tengo que escribir un libro para sacar toda esta pena. Me han regalado una libreta.

-Escríbalo, por favor. A partir de ahí, ya fue todo cuesta abajo. Una gran amiga mía siguió pagándome los autónomos y gracias a eso obtuve una paga. Porque mi familia, nada, mucho blablablá. Seguí bebiendo.

-Ya. Una de las veces que salí del centro de desintoxicación, quise ver el mar, caminé Rambla abajo y me crucé con un tiarrón rubio que subía. Con la mirada nos lo dijimos todo: «Vamos a vivir juntos el resto de nuestras vidas». Era un sin techo holandés.

-Estuvo 10 años en la calle con él. Los primeros días del mes, cuando cobraba mi paga, nos íbamos a una pensión y comíamos bien. Luego, de vuelta a la calle a pedir y a seguir bebiendo.

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-Ahora ya no bebe. Llevo dos años y medio sin probar una gota de alcohol, prácticamente desde que entré a vivir en un piso de Arrels.

-Los voluntarios de la calle la salvaron. Sí, por el cariño que te dan. «Anna, tú puedes salirte; tú puedes», me decían. Son tan majos... Mi compañero holandés, en cambio, se dejó y murió en la calle.