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Carlos Mariño: "En Finisterre, las olas son traidoras; no van de frente"

Torrero, el último de Barcelona. Cuidó del faro de Montjuïc, en el Morrot, hasta su jubilación.

Carlos Mariño, el último farero que trabajó y vivió en el faro de Montjuïc.

Carlos Mariño, el último farero que trabajó y vivió en el faro de Montjuïc. / JOAN CORTADELLAS

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Olga Merino
Olga Merino

Periodista y escritora

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Un caballero afable, con sentido del humor y una visión muy sabia de la vida, Carlos Mariño Rodríguez (Finisterre, La Coruña, 1930) se había ocupado del faro de su pueblo, el más occidental de Europa, antes de trasladarse a Catalunya en 1970.

-En mi familia no había tradición farera, no. Es cierto que tenía un tío torrero, pero mi padre y mi abuelo fueron panaderos.

-Entonces, ¿cómo surgió la vocación?

-De niño me hice muy amigo de uno de los hijos del farero cuando llegaron al pueblo. Se llamaba Luis pero nosotros le decíamos Chitó. A mí me gustaba mucho escaparme por la carretera hasta la punta del cabo.

-Un paisaje impresionante, imagino.

-Recorría los tres kilómetros cuesta arriba y daba la vuelta al faro. Iba casi todos los días, pegaba la nariz a los cristales y me quedaba fascinado mirando cómo giraba la rueda del radiofaro, con las muescas del morse.

-Aprobó el examen en 1954.

-Había que examinarse en Madrid y entré a la segunda intentona. Mi primera plaza fue el sur de Tenerife, en Punta de Rasca, un faro que funcionaba entonces con acetileno… Los primeros días lo pasé fatal.

-¿Por qué? No parece mal destino.

-Estaba en el quinto pino, muy separado de la población, tenía 24 años y vivía solo en el faro. Pero fui acostumbrándome a distinguir los ruidos de la noche. Algunas, se acercaba una mujer, medio loca, la pobre. También fui destinado al de Estaca de Bares.

-Y en el de Finisterre, ¿cuánto tiempo?

-Unos 17 años. Allí nacieron mis cinco hijos. En la vivienda, las ventanas estaban orientadas hacia la punta del cabo, así que cuando había temporal, el viento batía los postigos y la cocina se te llenaba de espuma de mar.

-En plena Costa da Morte, un mar duro.

-Madre mía… Recuerdo cuando naufragó El Bonito, el 18 de enero de 1960. El mar se tragó a 11 hombres. Allí, en Finisterre, las olas son muy traidoras, no van de frente. Pero, mire, yo ya no pensaba marcharme del pueblo.

-¿Qué pasó, pues?

-Me convenció de que pidiera el traslado un ingeniero de costas con quien había trabado mucha confianza y que venía de tanto en tanto por Finisterre. «Tú, con cinco hijos, ¿qué piensas hacer? ¿Meterlos a los cinco al charco?», me dijo en una ocasión.

-Se refería a la vida en el mar.

-Claro. Le hice caso y, cuando salió la demarcación de costas de Catalunya, opté a la plaza. Aquí había colegios, universidades, industrias… Me vino bien haber estado en Madrid unos meses estudiando el Decca, un sistema de navegación británico.

-Ajá.

-Al principio, cuando llegué a Catalunya, estaba de suplente de faros en la Jefatura de Costas y hacía trabajo de oficina hasta que había una baja por enfermedad, vacaciones o lo que fuera. De esa manera, estuve en todos los faros catalanes.

-¿Ah, sí?

-Bueno, en todos menos uno: el de Tossa de Mar. Iba de aquí para allá, y recuerdo que pasamos dos Navidades en el faro del cabo de Creus, algo inolvidable. Luego, ya me quedé fijo en el de Montjuïc.

-¿Un faro difícil, el del Morrot?

-No era complicado, no; ya se había puesto más automático, con una baliza al lado de la torre.

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-¿Dormía usted allí?

-Según el día. Nos compramos un piso en la ciudad y fue mi hija quien se instaló a vivir en el faro, hasta que en 1992, con la ley de puertos, se decretó la extinción del cuerpo de técnicos de señales marítimas y me jubilé. Las vistas de la ciudad son magníficas desde allí, entre el cielo y el mar.