CIENCIA

El cerebro vence al estómago en la percepción del apetito

MICHELE CATANZARO
BARCELONA

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En la mesa, el cerebro es más importante que el estómago. Los aromas de la comida influyen de manera importante en la sensación de saciedad; el cerebro de los obesos recuerda al de los adictos a las drogas; existen factores genéticos que predisponen a ciertas conductas alimentarias, pero un ambiente social que genera ansia y estrés parece ser el factor dominante...

Este es el cuadro dibujado por los participantes en el Quinto Simposio Internacional Percepnet, organizado por la Sociedad Española de Ciencias Sensoriales, que tuvo lugar el pasado viernes en CosmoCaixa, en Barcelona. «El hambre o la saciedad empiezan por los ojos y la nariz, siguen en la boca, bajan por el estómago y llegan al intestino», resume Rianne Ruijschop, experta en tecnologías alimentarias que participó en el congreso.

Ruijschop es una ingeniera que trabaja para Nizo, una empresa holandesa que proporciona servicios de investigación para la industria alimentaria. En los últimos años ha estudiado cómo los aromas «retronasales» contribuyen a determinar la saciedad. «Cuando deglutimos un bocado, una cierta cantidad de aire cargado de aromas sube desde los pulmones hasta la parte posterior de la nariz», explica. El perfil aromático contribuye a generar de manera inconsciente una sensación de saciedad o bien de apetito. Ruijschop está trabajando en añadir perfiles aromáticos saciantes en productos dietéticos o bien perfiles que estimulen el apetito en comidas hospitalarias.

EL ESTÓMAGO, MÁS LENTO / «El estómago y el intestino entran en juego más tarde que los sentidos –argumenta la investigadora–. Su papel es enviar señales al cerebro que nos alejan de los alimentos durante las horas que siguen a una comida. Sin embargo, los ojos, la boca y la nariz son esenciales para estimular o recortar el apetito durante la misma comida».

«Los sentidos no son lo único que afecta al cerebro», comenta Mara Dierssen, investigadora del Centro de Regulación Genómica (CRG) de Barcelona. «También cuentan las emociones, como la ansiedad o el estrés», insiste. En el 2009, la investigadora estudió la adicción al chocolate en ratoncitos de laboratorio: «La comida tiene algunos parecidos con la adicción. Necesitamos asumirla de manera repetida y cuando nos falta nos ponemos nerviosos». A nivel cerebral, la comida actúa en los circuitos de recompensa, los mismos en los que actúan las drogas.

«La comida es necesaria para vivir, mientras que las drogas pueden hacernos daño», puntualiza Dierssen. Pero a veces la comida se convierte en droga. «Nos acostumbramos a comer exageradamente por la disponibilidad de grandes raciones de comida apetitosa a todas horas –dice–. O bien, en condiciones de estrés o ansiedad, buscamos compensación en el placer generado por la comida».

INSENSIBLES A LA LEPTINA / De esta manera, el cerebro pierde la capacidad de regular la ingestión. Dierssen cita estudios con ratones en los cuales su encéfalo se vuelve insensible a la leptina, una sustancia segregada por el tejido adiposo que en condiciones normales reduce el apetito tras una ingestión suficiente de comida.

En sus experimentos con ratoneschocoadictos, Dierssen puso al alcance de los animales unas barritas de chocolate, además de su pienso normal. La investigadora observó fenómenos como el desarrollo de obesidad, la tendencia a comer más rápido, a picar (mayor número de comidas a lo largo del día), a atracarse e incluso a levantarse en las horas de sueño para comer más. «Cuando estudiamos el cerebro de esos ratones, vimos que, al activar demasiadas veces el centro del placer, habían perdido su sensibilidad», concluye Dierssen. En otras palabras, ya no comían para buscar el placer, sino para compensar su ausencia.