Vidas al límite en el Llobregat

Siete personas subsisten de forma precaria en un asentamiento junto a la Zona Franca

Francisco Javier Cano, a la puerta de su barraca.

Francisco Javier Cano, a la puerta de su barraca.

VÍCTOR VARGAS LLAMAS / HELENA LÓPEZ / BARCELONA

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El reflejo de dos 'barcelonas' separadas por un abismo de apenas 50 metros. La ciudad del emporio logístico, frío y gris, adornado con su hotel de cuatro estrellas, y, justo enfrente, el asentamiento de la precariedad y la desesperanza, casi disimulando su existencia entre charcos y matorrales. Allí, en la ribera del Llobregat a su paso por la Zona Franca, malviven siete hombres, arrinconados, casi resignados a que todos se hayan olvidado de ellos. Así se han sentido durante más de seis años, los que aseguran que llevan instalados en el delta del río, «sin nadie» que preguntara por ellos, expone Antonio Rus, a quien todos conocen como 'el Rubio'. Hasta ahora, cuando, para su sorpresa, la voz de alarma no es para denunciar su precaria situación.

«Después de todo este tiempo en el que hemos estado abandonados, ¡vienen solo para preguntar cómo están de los animales que teníamos aquí!», brama Rus, en referencia a una denuncia de vecinos de El Prat que se saldó con la retirada de cuatro perros y una decena de gatos. «¿Y nosotros? ¿Nadie se preocupa por cómo vivimos?», le respalda Francisco Javier Cano, 'el Legionario'Poco después, Cano muestra un carnet que acredita que tiene un 80% de discapacidad. «He superado dos cánceres y tengo los anticuerpos», dice. Por su maltrecho estado de salud es de la minoría del asentamiento con ingresos: 365 euros al mes. ¿Por qué vivir allí entonces? «Un tiempo estuve en una habitación de alquiler por 300 euros. ¿Pero quién puede vivir en la ciudad con 65 euros?», dice. No hay dos casos iguales, pero la mayoría dicen no recibir ninguna subvención ni apoyo de los servicios sociales. Desde el Ayuntamiento de Barcelona sostienen que tanto Rus como Cano han sido atendidos y se les ofreció alojamiento en centros de acogida, pero que pese a estar allí «en algún momento» decidieron «no seguir».

BUSCARSE LA VIDA

Mientras Rus y Cano hablan, quien prefiere ser identificado como Jorge asiente sin levantar la vista de la mesa de plástico donde prepara una frugal ensalada de tomate y cebolla. Solo a ratos desvía la mirada a la fogata en la que hierven unas judías verdes. «Ponemos 1,5 euros por cabeza y él [por Jorge] se encarga de comprar y preparar la comida», aclara 'el Rubio'. El menú trata de ser todo lo variado que se pueden permitir. «Mucha pasta y verdura, algo de carne... Lo que se puede», dice Jorge.

Economía de guerrilla en el linde de la Zona Franca, en la frontera entre Barcelona y El Prat, al límite también de la dignidad humana. En las chabolas, los convecinos se buscan la vida con cualquier oportunidad que vaya surgiendo. Rus logra ingresos por algún trabajo esporádico que le ofrecen en Mercabarna, donde aún conserva algunos contactos gracias a su anterior empleo de transportista. Desde el parque logístico también les pasan fruta o verdura marcada que no se va a vender por razones estéticas, «pero que están en perfecto estado», aclaran. Otros van engrasando persianas por los comercios. Y el dueño de un huerto próximo les deja llevarse alguna pieza de tanto en tanto. «Cualquier cosa menos robar», aclara Rus.

Para el resto de necesidades cotidianas, ingenio de barraca. «Cargamos garrafas de agua en una gasolinera donde ya nos conocen. Yo uso dos de ocho litros casi a diario: caliento un poco en la hoguera para ducharme, y el resto para beber y lavar y lo que sea», explica Jorge. Y ahora que llega el frío, al calor de las brasas o a rebozarse entre mantas y sacos de dormir. Exprimen el orgullo de lo poco que tienen y presumen de que con el fuerte temporal del fin de semana no se han mojado «ni una gota». Lo hacen mientras muestran el interior de sus barracas, revestidas de maderas, lonas y uralitas.

Un entorno de supervivencia al que se aferran, pero sin resignarse. No lo hace Jorge, parco en palabras y que pide no salir en las fotos porque no quiere que su familia le vea «así». Se nota que la vida le duele, pero conserva la dignidad y alumbra esperanzas en el futuro. También lo hace 'el Rubio', que espera recobrar parte de la existencia que un día tuvo, cuando disfrutaba de pareja, una hija, trabajo y pisito en la Guineueta. Una separación sentimental y dos despidos demasiado próximos le cogieron con el paso cambiado: tras un año y medio en una habitación de Bellvitge, se quedó sin subsidio de paro y sin ahorros.

Al poco de vivir en el camión que antes conducía, no quiso abusar de la «buena voluntad» de su antiguo jefe y se mudó con sus actuales compañeros, donde un amigo le cedió una barraca que antes era «una especie de trastero». «Solo tuve que limpiarla un poco, porque ya tenía cama y todo, y eso ya era mucho mejor que el camión», explica.

UN FUTURO

Ahora, al menos, duerme sobre blando, pero eso no le hace olvidar «un cambio muy bestia» en su vida. «Al principio, estaba desorientado, con la mente en blanco, bloqueado, sin saber cómo reaccionar», reconoce. En los más de siete años que lleva sin un techo «como Dios manda», acumula un «grandísimo desgaste»: «Sin agua, ni luz, ni lavadora ni nada te tienes que buscar la vida para el detalle más pequeño».

'El Rubio' admite que tiene ratos de todo, y que por momentos se desanima, pero nunca hasta hundirse del todo. Aún espera «el empujoncito» que le niegan, sostiene, por no tener menores a su cargo. Y en ese punto se acuerda de su hija, «a punto de cumplir 20 años». Pensar en ella le mantiene fuerte y con la esperanza de que pronto llegue esa ayuda que reclama. «Solo pido un trabajo o una habitación, que para comer siempre me apaño», resume. Entonces, solo entonces, irá a buscar a su hija con la idea de recuperar la relación y la vida que un mal día comenzó a olvidarse de él y de sus compañeros.