El rebrote del chabolismo en Barcelona

Retorno al Somorrostro

HELENA LÓPEZ
BARCELONA

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A primera vista comparten algo: un punto de tristeza en la mirada y una sonrisa amable en la boca. Julia Aceituno vivió en el Somorrostro a poca distancia del actual 22@ entre 1952 y 1958. Jamás hubiera imaginado que las barracas y la miseria -«el problema es la miseria», recalca-, volverían a la ciudad. «Yo te entiendo, de verdad que te entiendo. Espero que os ayuden», se dirige cariñosa a Karpal Singh, frente a su chabola, en la calle de Almogàvers. Este le devuelve cortés saludo y sonrisa.

Pese a que se defiende con el castellano, parece que Karpal, indio afincado en Barcelona desde hace ocho años, no acaba de entender los racionamientos de Julia. Esta le cuenta que ella también fue inmigrante. Llegó sin nada y vivió durante varios años en una chabola allí al lado, en el Bogatell: «es un lástima que tengáis que veros otra vez viviendo así. No hay derecho. No lo hay...»

A Julia le impresiona que Karpal esté solo en Barcelona. «Nosotros, como mínimo, éramos una familia. Nos teníamos los unos a los otros. Además él tiene el problema del idioma... imagina», explica. Karpal le explica que su madre está en la India y que a él lo que le gustaría sería volver. Que aquí no tiene nada y que es consciente de que no volverá a encontrar trabajo. «Cuando la llamo le digo que estoy bien para que no sufra», comparte el hombre.

Esa frase, horas más tarde, da vueltas en la cabeza de Julia, desde 1959 vecina de la obrera Trinitat Nova. «En la Trinitat hicieron los pisos para realojarnos. Mal, a todas prisa y con los peores materiales -fueron uno de los tantos que acabaron derribados por aluminosis-, pero, como mínimo fue una solución durante un tiempo. Nos dieron una alternativa. ¿Pero ahora, con ellos, qué va a pasar?», reflexiona.

PERSPECTIVA LABORAL / La principal diferencia que Julia observa entre las chabolas del siglo XXI y las del XX, en las que se crió -al margen de que «antes no había grafitis»- es que en los 50 había trabajo. Ella llegó con 14 años y enseguida se puso a trabajar en una sastrería en la plaza de Catalunya, «cosiendo puños de trajes». Su hermana se colocó también en un negocio del Poblenou y sus hermanos, en la obra. Aunque al principio fue muy duro -la primera barraca estaba hecha con cartones y cajas de pescado-, poco a poco, trabajando, pudieron reunir algún dinero e ir arreglando la barraquita. «Ahora es muy distinto, claro. Mi hijo lleva ya dos años en el paro, así que sé de lo que hablo», prosigue la mujer.

Otra de las (grandes) diferencias que Julia -una de las impulsoras de la campaña ciudadana para la recuperación de la memoria histórica del barraquismo en Barcelona- observa entre el Somorrostro y las actuales chabolas es la dejadez. «Nuestras barracas eran humildes, pero estaban muy bien cuidadas», apunta la mujer, impresionada por las montañas de despojos con las que conviven hoy en los asentamientos del 22@. La mujer recuerda que, como la mayoría allí eran de origen andaluz, conservaban la tradición de encalar las casas una vez al año. «Nos organizamos todas las mujeres, y cuando tocaba pintar, en una semana hacíamos todas las casas», cuenta.

LUGAR DE POCAS VISITAS / Chan Chan comparte solar en el 22@ con Karpal, y recibe raramente contento la visita al asentamiento de Julia -no por ella, obviamente, si no por la presencia -de nuevo-, de reporteros en su frágil e inestable morada. Se suma al encuentro aunque su español, mucho menos fluido que el de su compañero y casi hermano, hace difícil la conversación. Chan, chino, explica -y, sobre todo, muestra con gestos y acciones- que sus dos perros son su vida. «Nos hacen mucha compañía y vigilan que no entre nadie. Que no se cuelen», le cuenta a Julia el hombre, muy emocionado al ver a sus amadas mascotas -con aspecto poco o nada agresivo- en las páginas de la edición de EL PERIÓDICO del lunes, de la que no se desprende.