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El jardín de las casas sin balcón

Una pareja disfruta de la rosaleda del parque de Cervantes, ayer por la mañana.

Una pareja disfruta de la rosaleda del parque de Cervantes, ayer por la mañana.

CATALINA
GAYÀ

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Es Teresa, 41 años viniendo cada mañana al parque de Cervantes, quien me da la clave para entender la sensación de pueblo que tiene el barcelonés cuando lleva un rato en  la rosaleda del parque de Cervantes, en Les Corts. Teresa reposa en un banco, descalza. Vive en L'Hospitalet y como Juan y Mauricio, ellos viven por el rumbo de Collblanc, se acercan cada día caminando al parque.

Aquí se refugiaron escapando de los bloques de cemento que eran los barrios en los que se instalaron en la década de los de los sesenta o de los setenta. Aquí buscaban oxígeno, aire  al aire libre, y lejos de las paredes agobiantes del que trabaja lejos del pueblo, en otra tierra.

Ahora, es cierto, hasta  L'Hospitalet ya es más verde, pero ellos, ya jubilados, no han perdido la práctica de venir caminando, a solo media horita. La rosaleda de Cervantes -4 hectáreas de las 7,16 que tiene todo el parque y con las que se conmemora el IV centenario de la  edición del Quijote- es el jardín de los que no tuvieron balcón en sus casas, de los que dejaron el huerto en Almería, de los que dijeron adiós al patio de la casa de la madre, o de la abuela, en un pueblo  de Castilla-La Mancha, de Córdoba o de Galicia. La rosaleda está  dentro y fuera de la ciudad. Tan dentro que, pese a los tilos, los pinos y los cipreses, el runrún incesante de la Diagonal, la puerta de la rosaleda, siempre está ahí, de fondo.

Tan lejos que es el territorio ideal para paseantes solitarios que, de vez en cuando, sacan la cámara para fotografiar la exuberancia de una rosa de nombre Maria Callas, el capullo amarillo que lleva por nombre Toulouse Lautrec o la delicadeza de la rosa de Marie Curie.

Ayer unos hombres andaban buscando la presencia de jabalís en el parque. Un jardinero los tranquilizaba: no han bajado hasta la rosaleda. El hombre, un habitual, no estaba del todo convencido: miraba hacia arriba, hacia la cima de Sant Pere Màrtir, y seguía su camino, tras las huellas de los animales.

Encuentro la rosa en las letras. En Sant Jordi, que ya se asoma en el calendario y en las banderolas de la ciudad, por supuesto. En ese calambur con el que Quevedo le dijera coja a la reina Isabel de Borbón, gracias a un juego de palabras en el que le pedía que escogiera entre un clavel y una rosa. Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja… le espetó a la reina.

En el parque ayer por la mañana, había lectores solitarios en bancos que quedaban en sombra. Había quien llegaba del Hospital de Sant Joan de Déu y buscaba la paz entre los rosales trepadores y había quien se encargaba  de los nietos y los llevaba a conocer las rosas, así en plural porque en esta rosaleda hay hasta 10.000 rosales. Una abuela me decía que en una semana la rosaleda estará en todo su esplendor y que irá cambiando de primavera -en mayo se celebra el Concurso Internacional Rosas Nuevas de Barcelona- a otoño. Se me ocurrió este A pie de calle, diferente, recogiendo esa frase que se escucha en el metro: «Este año no hay vacaciones».

Aunque las previsiones son mejores que otros años, las escapadas serán cerca, cortas, al cámping, a un hotel rural en la Costa Brava. Hay también quien cuenta que ha recuperado la casa de la abuela.  Al fin y al cabo, muchos  barceloneses son nietos de algún pueblo. Al regreso de la escapada, en la rosaleda de Cervantes seguro vive la rosa que hay en ese jardín de la bisabuela. Para quien no se vaya, en la rosaleda le esperan 10.000 rosales.