Helados feroces, helados locos

Los polos de Konair se han hecho un sitio en el imaginario del arte callejero barcelonés

Konair Onergizer se recrea un poco tras terminar una obra en la calle de la Paloma.

Konair Onergizer se recrea un poco tras terminar una obra en la calle de la Paloma. / ALBERT BERTRAN

MAURICIO
BERNAL

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Hubo un instante del que brotó todo esto y fue cuando el niño vio enarbolar a alguien un tubo de pintura y mover la mano en el aire, y de repente, zas, una línea de color. «Magia», pensó. Se estrenó pintando letras, como todos, visitando de noche las cocheras para estampar su firma en los vagones, o mejor, con un grupo organizado que hacía parar los trenes accionando la palanca de emergencia, porque ya era placer lo prohibido, y porque parar a la fuerza un tren y aprovechar la pausa para pintarlo daba angustia, miedo, hacía subir la adrenalina. Empezó todo así y hasta aquí lo ha traído, a esta noche de domingo, a una plaza de Terenci Moix semivacía donde ultima su mejor obra de la jornada. Es de madrugada, las dos pasadas, cuando mejor se puede trabajar. Los primeros trazos inconexos se han convertido en una imagen con sentido. Solo quedan, al parecer, la filigrana y los detalles, y en busca de perspectiva, de una visión de conjunto, el artista retrocede y mira. Entonces dice:

-Se me ha ido la olla, tío.

El tiempo ha decantado unas cosas y ha afirmado otras, y el niño que tomaba por sobrenatural el poder de una pintura en espray se hace llamar hoy Konair Onergizer, Konair para los amigos, aunque los amigos seguramente lo llaman por su nombre de verdad. Tiene 26 años y durante media vida se ha entregado a la seducción de esto, la noche, lo furtivo, las vigilancias, la policía. «Me encanta ir solo, la adrenalina, vigilar», dice. Una docena de noctámbulos se reparten cómodamente la plaza y parecen no prestar atención al momento artístico. Son ravaleros, son nocturnos: tal vez están acostumbrados. Uno, sin embargo, más curioso que los demás, se desprende del grupo y se queda mirando mientras el grafitero trabaja, viendo la nada transformarse en algo, y al cabo pregunta: «¿Es un helado?» Y sí: en la superficie azul del respiradero con aspecto de turbina donde Konair hace progresar su dibujo hacia la demencia («esto está quedando muy raro», insiste), despunta, en efecto, un polo, un helado. Helados: están por todas partes, mordidos por un lado, con sus muecas de angustia por el otro, helados feroces, helados locos y desesperados. El autor es él.

Un historial de multas

La noche había empezado a las 11 y había avanzado por los derroteros de la búsqueda, el deambular por callejuelas en pos de una superficie apropiada, un rincón libre de policías, además, y hasta el polo de la turbina se había saldado con un angustiado helado color de rosa en un portal de la calle de la Paloma, y otros dos, más modestos, en los extremos de Tallers, uno junto a Universitat, otro junto a la Rambla. «Estamos estrenando ley mordaza, por cierto, y ahora las sanciones son más duras», había dicho en una pausa, pero tranquilo, despreocupado, no van a ser las leyes de la derecha las que acaben con el arte urbano. «Pero voy con más cuidado». Konair, además, está probablemente en su mejor momento. Los helados le han granjeado un lugar en el imaginario del arte callejero local y ahora lo invitan a galerías, a otras ciudades, lo llaman grafiteros recién llegados para salir de noche juntos, él que sabe por dónde, él que pinta esos helados. «Me gustaría viajar más, la verdad, pintar más en otras ciudades, pero hay un montón de cosas que me amarran: alquileres, facturas, novias, el trabajo…» Trabajo, sí. De día, Konair es empleado en una agencia inmobiliaria.

Todo artista urbano, todo grafitero, quien más quien menos tiene su historial de multas, y las de Konair llegan a casa de su madre y eso es un incordio. «Tengo un montón acumuladas, un montón, y mi madre se preocupa, ¡pero no tengo con qué pagar!» Se las toma con calma, las cosas, que es probablemente lo que se ha de hacer si uno es nocturno, furtivo, grafitero. En Terenci Moix, la plaza, dan las dos y media. El helado está terminado. Tres ojos, tres cejas, tres agujeros de bala. Y esa expresión de espanto.