a pie de calle

¿Hay alguien que quiera ser político?

Un maletín de ministro descansa en el suelo, tras un pleno del Senado, el año pasado.

Un maletín de ministro descansa en el suelo, tras un pleno del Senado, el año pasado.

JOAN BARRIL

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Hay cosas que no son de buen preguntar. Una de ellas es la religión. Nadie preguntaría a nadie en qué cree si es que cree en algo. Otra es la condición sexual de cada cual. Sería una manera malentendida de insinuarse o de marginar al interpelado. Una tercera pregunta que no debemos hacer es a quién hemos votado al salir del colegio electoral. Eso solivianta a los espíritus democráticos. Y un cuarto secreto que no se pregunta es saber cuantos dineros se ganan en un negocio, en una profesión o simplemente en las rentas de cada cual.

De alguna manera una de esas preguntas ha conseguido sus respuestas en esa tendencia política que consiste en conocer el patrimonio de los políticos. En esa tendencia a la autodestrucción que ciertos políticos practican una de las constantes es abjurar de los ingresos que perciben. Es cierto que un diputado cobra de los impuestos de los contribuyentes. Pero ¿es suficiente lo que cobra? Cuando se publican noticias sobre la objeción de la oposición a que el alcalde se haya subido el sueldo, ¿hay alguien que haya sido alcalde? Se podrá aducir que si reducimos el sueldo de los representantes públicos lo que estamos haciendo es una reducción por la parte inferior de los mejor preparados. Se dirá que lo importante es la vocación y no el sueldo. Pero no es menos cierto que algunas grandes cabezas pensantes que harían un buen servicio a la política común renuncian a la cosa pública simplemente porque lo privado es más atractivo y cómodo. Y lo que es más importante: mejor remunerado.

Pero eso no se puede preguntar, porque es de mal gusto. Lo que pasa es que cualquiera se atreve con el político y hasta parece como si los malos de la película no fueran los banqueros ni los organismos reguladores ni las agencias de rating sino los políticos, que se forran -dicen- a nuestra costa.

Salgo a la calle a preguntar qué les parece a los contribuyentes. Hay unanimidad total. Los políticos cobran demasiado. No tienen nada que ver con los antiguos nobles que llegaban a los consells de cent para defender sus propiedades. Un día se les ofrece ocupar un número en la lista electoral y, al cabo de poco tiempo, ya se encuentran bajo la lupa inquisidora de una opinión pública que no sabe muy bien lo que realmente quiere.

Porque eso es lo que nos pasa. Se nos ofrece una lista con los mejores a condición que esos mejores sean unos pobres de solemnidad. Porque en el fondo de lo que se trata es de querer creer que la política es un acto gratuito. Así nos lo enseñaron hace años los presidentes de las asociaciones de vecinos: era el tiempo del voluntariado y nada valía nada. Pero la política profesional por lo visto no debe ser ninguna profesión. La gente está convencida que debajo de cada escaño se encuentran latifundios, acciones y ahorros diversos. «Se dedicaría usted a la política, caballero». Y el interpelado se frota las manos y dice que dónde hay que firmar, porque gracias a los políticos todo el mundo sabe que el dinero no es para quien se lo trabaja sino para el que lo legisla.