BARCELONEANDO

Finales felices

MASAJES CHINOS

MASAJES CHINOS / ELISENDA PONS

OLGA MERINO / BARCELONA

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Hace un par de domingos, durante el derbi Barça Madrid, se enarboló una pancarta bastante fea en el Camp Nou que decía: “RCD Espanyol, primer negocio chino sin final feliz”. Nada nuevo bajo el sol, otro zasca en el pique eterno entre ambos equipos, esta vez en alusión a la procedencia de Chen Yansheng, el dueño asiático del club blanquiazul, y a la leyenda urbana, no tan legendaria, según la cual los masajes orientales acaban justo como ustedes están imaginando.

Con las redadas y el cerco sobre los centros de estética chinos, cabría suponer que se puso coto a los masajes con final feliz, pero la polémica en Can Barça coincidió con un sucedido cerca de casa. Resulta que una amiga mía y vecina del barrio —dejémoslo en un vago Eixample, que es donde se concentra la mayoría de estos locales— acudió a una de estas pelus a hacerse las manos y, mientras se le secaba el esmalte de las uñas, observó ciertos tejemanejes que invitarían a sospechar que allí dentro había lío. De la trastienda, por ejemplo, salió escopeteado un tipo con el casco de la moto ya puesto. ¿Temía que lo reconocieran? A lo mejor, solo tenía prisa.

Parece que en algunos de estos centros las friegas con final lúbrico siguen practicándose pero con mucha mayor discreción. Parece, digo, porque es imposible verificar qué se cuece en la rebotica a menos que pilles a los protagonistas de la relajación con las manos en la masa, una eventualidad totalmente ajena al objetivo de estas líneas. Esta crónica no tiene vocación de atestado policial; es tan solo un husmeo distendido.

ACABADO MANUAL

Según el runrún ciudadano, el acabado digamos manual cuesta unos 20 euros adicionales al precio que suele indicarse en los cristales con letras adhesivas, en catalán y también con caracteres chinos: “Massatges', media hora 15 euros, 1 hora 20 euros”.

No hace falta concertar cita. Entras y, si las señoritas están desocupadas, sueltan el móvil y enseguida te introducen en el cubículo de la camilla. Aparte de un perchero para colgar los abrigos, completa el decorado una mesita funcional sobre cuya superficie reposan un espray con ambientador de rosas, el frasco de aceite Johnson’s con aloe y un rollo de papel de váter.

Hale, a tumbarse bocabajo. La señorita masajista va ataviada con un minivestido de gasa en color negro, estilo 'deshabillé', muy lejano al uniforme de las enfermeras, y se aplica a las contracturas cervicales con la determinación de Bruce Lee.

-Tú, espalda muy dura. Dolor.

-Sí, por el ordenador -me atrevo a decir.

-Yo mucho peor que tú cuando trabajar con la máquina de coser. Muchas horas, muchas.

-Siempre es mejor dar masajes, claro, que estar pegando cremalleras en un taller clandestino.

PALMOTEO Y VOCES QUEDAS

El zumbido del calefactor confiere a la escena un aire doméstico y amortigua los ruidos provenientes de otros cuartos. Se oye música imprecisa a lo lejos, como de flautas chinas entre el bambú, y pasos, y un batir de puertas, y el palmoteo enérgico sobre las carnes con que culminan los masajes estándar, sin guinda. También se distinguen voces quedas; no se entiende qué dicen, pero sí los timbres, masculino y femenino.

Pago la media hora de masaje en el mostrador exiguo de la recepción, desde donde saludan un bote de sal de fruta Eno y el gato chino de la suerte, ese que menea el brazo de arriba abajo. Muy simpáticas las chicas, pero flota en el aire cierto apresuramiento, una sutil invitación a salir por la puerta rapidito.

En un bar enfrente, desde la cristalera, se observa a la perfección la entrada al local de los masajes. Un café entretiene la espera hasta que, al rato largo, sale del tugurio chino un caballero anciano apoyándose en un tacataca. Dicen las malas lenguas que los finales felices de tapadillo suelen ofrecerse mayormente a los señores de la tercera edad. Parecería que blanco y en botella, pero lo que haya sucedido ahí dentro no es cosa de nadie.

 A fin de cuentas, aunque ni la misma vida acaba demasiado bien, todos andamos buscando finales felices, de comer perdices, a los entuertos que van solapándose. Que se mueran los feos, los malos y el lobo, como en el cuento de Caperucita. Feliz Fin de Año.