Elogio de la hamaca

Una tienda de hamacas en BCN es algo exótico; quizá por eso solo existe una

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MAURICIO BERNAL

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La hamaca. Ese invento. Ese formidable aporte de los indígenas de América al concepto de solaz, de descanso, de haraganería. Ese, ¡ah!, ese ingenio. Conseguir tanto con tan poco: dos palos, dos cuerdas, un pedazo de tela. Los estudiosos han rastreado y documentado el origen de cientos, de miles de piezas de orfebrería, carpintería, cerámica, metalurgia, de las antiguas artes textiles también, pero la hamaca, la formidable hamaca, esa no se sabe muy bien de dónde viene. Como muchas cosas heredadas de la América anterior a la colonia, desde cumbres de la alimentación indígena como el tamal y la arepa hasta hábitos incomprendidos (allende los mares, al menos) como señalar con la boca, varios países se atribuyen su llegada al mundo; o se la atribuyen, mejor, a la cultura que habitaba el territorio mucho antes de que fueran países. El inventor de la hamaca debería tener un monumento en alguna avenida del Caribe, pero se ignora quién fue ese genio. Se ignora de qué país viene. Lo que nadie ignora es la condición gloriosa del objeto, que Gómez de la Serna resumió con este sueño tropical: “El mejor destino que hay es el de supervisor de nubes, acostado en una hamaca mirando al cielo”.

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La hamaca es caribeña, tropical, americana, y una tienda de hamacas en Barcelona no deja de ser como una de barretinas en el trópico: algo exótico. Con todo, no es ni de lejos la peor ciudad europea para poseer una hamaca, al contrario: tanto verano tórrido, tanto sol en invierno. Lo normal –o lo que no sería anormal– es que la proporción de hamacas en los balcones y terrazas tuviera el grado de notable, o que se viera de vez en cuando una. Pero no: si el avistamiento de hamacas existiera, Barcelona sería uno de los últimos lugares donde se llevarían a cabo las olimpiadas del ramo. Una cosa es que sea difícil verlas, cosa deseable para la competición, y otra cosa es que haya una o dos por cada millón de barceloneses. Está bien: 10, 20, 50. ¡100! Sigue siendo poco. Pero, por supuesto, es algo cultural. La molicie no es bien vista por estos pagos. En realidad, si la estadística no es tan apabullante es porque la tienda en cuestión existe, la de hamacas, y porque al parecer es menos difícil venderlas de lo que sería, a priori, popularizar la barretina en Cartagena (de Indias). A saber. Se llama El Auténtico, Mundo de Hamacas, y el local desde el que irradia su invitación a la buena vida está en el Gòtic.

LOS PAÍSES HAMAQUEROS

“Empezamos un poco así, en plan loco, a ver qué pasaba”, dicen Amalur Martín y Jan de Lange, los dueños. En plan loco es la clave. Era el año 2003 y desde todos los puntos cardinales trataban de advertirles que abrir un local de hamacas en Barcelona era un disparate, algo absurdo, hamacas aquí. Pero, ¿te crees que esto es La Habana, o qué? “Estábamos como regaderas”, admite ella. “Así como nos ha ido relativamente bien nos podíamos haber dado un batacazo”. Esto, en efecto, no es La Habana, y de cara a la implantación del producto, el concepto original tuvo que sufrir algunas modificaciones. “Hemos mandado hacer hamacas extra grandes para los compradores nórdicos, que tenemos muchos, y que no caben en las hamacas normales, y hemos hecho hamacas grises, porque a mucha gente no le gustan las hamacas coloridas, nos piden hamacas que combinen con sus interiores modernos”. Por lo demás, en El Auténtico son puristas: “Las traemos de Colombia, Venezuela, Brasil, México, El Salvador y Bolivia. De los países hamaqueros. De ninguna manera importamos hamacas de China”. La gran diferencia cultural, después de más de 10 años de labor –y de hacer una labor única: no hay otra tienda de hamacas de Barcelona– la expresan de esta manera: “La hamaca en Latinoamérica es la cama de los humildes. Aquí se asume como un artículo de lujo”.

Cuando el mundo se acabe habrá que preservar una hamaca: los extraterrestres la apreciarán como signo de una sociedad civilizada.