La hora funesta del exilio

El Consulado de México custodia un reloj parado desde que las tropas franquistas entraron en Barcelona

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OLGA MERINO / BARCELONA

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La historia cuenta con casi todos los ingredientes para convertirse en un novelón: un protagonista heroico, una trama que engancha, su pellizco de épica y algo tan literario como el tiempo estancado tras un suceso funesto. Solo que fue cierta, o al menos arrastra consigo la verdad indiscutible de los mitos. Resulta que el Consulado de México custodia en su sala de reuniones un reloj de madera con las manecillas detenidas a las dos de la tarde de un día impreciso de enero de 1939, poco antes de la caída de Barcelona. Nadie ha vuelto a darle cuerda desde entonces.

Para refrescar el relato, nada mejor que acudir a Francisco Gómez Franco, quien empezó hace casi 40 años como chófer del consulado y hoy es el hombre orquesta de la legación: pasa la vida, pasan los diplomáticos, y él permanece como albacea de cuanto ha ocurrido en el singular edificio que el arquitecto Josep Puig i Cadafalch proyectó en 1914 para Muley Hafid. Fue sultán de Marruecos, el mismo que trajo al zoo a la elefanta Julia como agradecimiento por un exilio dorado.

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El inmueble, ubicado en el número 55 del paseo de la Bonanova, da para mucho, pero hoy estamos con la leyenda del reloj, un reloj de fabricación franco-suiza, de unos 150 años de antigüedad y que en su día tuvo péndulo. Cuenta Francisco, enseguida Paco, que cuando las tropas franquistas entraron por la Diagonal el 26 de enero de 1939, al mando del general Yagüe, los diplomáticos y el personal del consulado salieron corriendo de la ciudad, como tantos otros, camino de Francia.

VIAJE A LISBOA

Hacía ya días que el entonces presidente de México, Lázaro Cárdenas, firme defensor de la República, había dado orden de cerrar todas sus representaciones exteriores en España, de manera que los documentos y el mobiliario de la legación barcelonesa, que se encontraba en Rambla Catalunya casi tocando con la Diagonal, ya habían sido evacuados vía Lisboa. Mejor dicho, casi todo: el portero del edificio, que hacía labores de mozo para el consulado, descolgó el reloj y se lo quedó en custodia con la intención de devolverlo en cuanto amainara la tensión.

Aunque el mundo entero creía entonces que la guerra iba a ser cuestión de meses, se acumularon décadas de dolor y silencio durante las cuales el conserje guardó en su domicilio el reloj, la bandera mexicana y una cincuentena de libros del consulado.

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Ahí quedó el asunto, hasta que México restableció relaciones diplomáticas con España y reabrió representación consular en Barcelona, esta vez en  Diagonal-Ganduxer, el 12 de mayo de 1978. Fue por aquellas fechas, relata Paco, cuando se presentó en el nuevo consulado un joven cargando con el enorme reloj de madera cuyas manecillas se habían detenido en 1939. Era el hijo del portero: su padre le había encomendado antes de morir la misión que él mismo se había impuesto.

CEREMONIA ÍNTIMA

El asunto permaneció en silencio hasta que el escritor mexicano Sealtiel Alatriste, cónsul de México en Barcelona durante el periodo 2001–2004, lo reveló el día de la inauguración de la nueva sede diplomática, la torre del sultán, el 29 de septiembre de 2003. “Lo colgamos —confesó Alatriste en la velada— durante una ceremonia íntima pero no menos solemne, y cuidamos de que sus manecillas siguieran marcando las dos de la tarde”.

La historia, sin embargo, parece condenada al reino de las sombras. Le pregunto a Paco por el hijo del conserje, pero no recuerda el nombre. También desaparecieron en la última mudanza dos cajas, las cuales contenían las fotos del evento con que se reanudaron las relaciones diplomáticas en 1978.

¿Cómo se llama el hijo del conserje? ¿Dónde está? ¿Quiso su padre permanecer en el anonimato? Preguntas que esta sección estaría encantada de responder, así que, en el caso de que algún descendiente esté leyendo estas líneas, rogamos dé señales de vida. El abuelo es digno de un reportaje en su memoria, al igual que Lázaro Cárdenas, que acogió a 25.000 exiliados españoles tras la guerra, muchos de ellos catalanes, merecería algo más que una calle modesta en Sarrià.