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Modificar las semillas para hacerlas resilientes al clima

Combatir la desertificación sin dañar la agroindustria

Un bálsamo prepara a las plantas para consumir menos agua

Banco de semillas de Svalbard

Banco de semillas de Svalbard / Banco de Semillas

Robert Rodríguez

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Existe la errónea idea, bastante difundida, de que alimentar a un planeta cada vez más poblado es una tarea utópica. Según esta narrativa, la explosión demográfica en curso en África y Asia, que llevará a la población global hasta los casi 10.000 millones de personas para 2060, conjugada con las devastadoras consecuencias del acelerado calentamiento global en la producción de alimentos, supondrían un desafío insalvable. Pero no es así.

Aunque unos 700 millones de personas padecen hambre en el mundo, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), producimos suficiente comida para satisfacer las necesidades nutricionales de la población. El problema es que casi un tercio de esa producción no llega a los consumidores. Un 14% del total global se pierde en la cadena de suministro antes de la venta al por menor, es decir, entre el campesino y el frutero, por ejemplo, debido a cuestiones como un empaquetado o un transporte deficientes que hacen que los alimentos perezcan. A esa pérdida se suma el desperdicio.

Cultura del desplilfarro

La FAO estima que el 17% de los alimentos mundiales no se consume porque simplemente viene descartado y se tira a nivel minorista y, sobre todo, a nivel doméstico. Todos somos copartícipes de esta cultura del despilfarro cuando descartamos un plato de comida sin acabar (en vez de conservarlo o recocinarlo para su posterior consumo), o cuando tiramos frutas y verduras que a simple vista nos parecen poco idóneas. Los datos de los países desarrollados son particularmente acuciantes. En Estados Unidos, entre un 30% y un 40% de la comida se desperdicia, y en Canadá esa cifra alcanza nada menos el 58%.

El valor de la pérdida y desperdicio de alimentos a nivel mundial asciende a 400.000 millones de dólares, además de suponer entre un 8% y el 10% de las emisiones globales de gases con efecto invernadero. Por todo ello en la cumbre climática de Naciones Unidas que inició esta semana en Dubái uno de los aspectos centrales es cómo lograr una transformación de los sistemas agroalimentarios mundiales para alimentar a todos con menos recursos naturales y, de esta forma, reducir la huella medioambiental. Actualmente la producción agroalimentaria supone el 31% de las emisiones mundiales de gases con efecto invernadero.

Equilibrio entre producción y demanda

A medida que las consecuencias de la crisis climática se han hecho más patentes, las pérdidas agroalimentarias causadas por los eventos meteorológicos conexos al calentamiento global han tensionado el ya frágil equilibrio entre producción y demanda de alimentos. Todo ello provoca inestabilidad en los mercados y tiene consecuencias reales para la gente. Pensemos, sin ir más lejos, en la caída de la producción del aceite de oliva por la sequía y su consecuente inflación, o en el control de las exportaciones de azúcar por parte de la India para frenar el alza de los precios a nivel nacional. Si el alimento es primario, como puede ser el grano o el arroz, puede comprometer la seguridad alimentaria. En Sudán del Sur, uno de los cinco países más impactados por la crisis climática a nivel mundial, el 70% de la población sufre inseguridad alimentaria tras acumular cuatro años de sequías históricas que han devastado a los pequeños granjeros.

La comunidad científica internacional ya se ha puesto manos a la obra para lograr paliar las pérdidas agrícolas de inundaciones, sequías y plagas, que seguirán siendo amenazas inminentes aunque el mundo logre reducir las emisiones para contener en 1.5 grados el aumento de la temperatura respecto a niveles preindustriales. La principal estrategia, además de los sistemas de prevención por medio de simulaciones climáticas, es la modificación genética de algunas variedades de vegetales. Se trata de alterar los genes de algunas plantas para que, sin perder las propiedades alimenticias, adquieran resiliencia a los climas extremos. También de hacer que algunos vegetales puedan devenir perennes, como por ejemplo algunas variedades de arroz que en China ya han logrado que sea una cultura perenne.

La inteligencia artificial y las supercomputadoras jugarán un rol esencial en esta área de la tecnoagricultura, pero los científicos también prevén que habrá que dar un paso atrás en la desmesurada globalización, que al imponer un puñado de 'agrocommodities' en todo el planeta ha desplazado -casi hasta su extinción- a culturas locales que ya eran más robustas ante el calor extremo. Pensemos que unas 30.000 de las 350.000 plantas descubiertas hasta la fecha son aptas para el consumo humano, y de esas unas 7.000 han sido ya cultivadas, mientras que actualmente apenas 255 variedades suponen el grueso de la alimentación mundial.

Ese proceso de acelerada pérdida de diversidad es una consecuencia del capitalismo global, explica el periodista británico Dan Saladino, autor del libro 'Eating to Extiction'. “La dieta humana ha experimentado más cambios en los últimos 150 años que en el millón de años precedente”, escribe en su obra.

Incluso Estados Unidos, acaso el gran paladín de la expansión de la soja y el maíz, está desarrollando proyectos para que algunas zonas particularmente sensibles a la crisis climática retomen algunos de las culturas locales. El renombrado ingeniero agrónomo Cary Fowler, uno de los padres del banco de semillas mundial custodiado en el Ártico, dirige la iniciativa 'A Vision for Adapted Crops and Soils', dotada con más de 100 millones de dólares y que pretende reintroducir cultivos que se habían perdido en África.

“La mayoría de estos granos los podrán cultivar pequeños campesinos, sobre todo mujeres, y son vitales para responder al déficit alimentario y nutritivo,” dijo recientemente Fowler, que quiere expandir el proyecto, todavía en fase piloto, a otras regiones del planeta.

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