Décimo aniversario

Fukushima: una crónica sobre el (aparente) fin del mundo

El impacto del desastre de Fukushima emerge justo cuando se cumple una década. La memoria del periodista Adrián Foncillas, testigo directo de aquellos días que inquietaron al mundo, reconstruye las réplicas del terremoto, seguido por un tsunami y fugas nucleares.

10 años del tsunami en Japón

10 años del tsunami en Japón. / JOSÉ LUIS ROCA

Adrián Foncillas

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Las saetas de muchos relojes quedaron congeladas a las 2:14 de la tarde de aquel 11 de marzo. A los japoneses los desvelaba hasta entonces una economía estancada durante dos décadas y tres días después encadenaban catástrofes como las que nutren su cinematografía clásica. Un terremoto, un tsunami y fugas nucleares. Sólo faltó Godzilla. Genpatsu Shinsai, aquella expresión acuñada por el sismólogo Katsuhiko Ishibashi en los años 70 en alusión a una combinación de terremoto y accidente nuclear que conducía al país al desastre, trascendía del plano teórico. Fue “la crisis más grave desde la Segunda Guerra Mundial”, aclaró el primer ministro Naoto Kan en un discurso de tintes 'churchellianos'. 

Tuvo la culpa un seísmo a un centenar de kilómetros de la costa noreste de grado nueve, el más poderoso registrado en un país que los colecciona. Se notó en Pekín y disparó las alarmas de tsunami en Rusia, Indonesia, Nueva Zelanda, Chile o Filipinas. De Sendai partieron muchas de las imágenes que turbaron al mundo: la lengua marina que avanza al encuentro de tierra firme, los barcos empujados como peleles, los restos de coches esparcidos por el litoral, los pueblos desaparecidos en segundos, los cadáveres devueltos por el mar…  

Un horizonte confundido

El recorrido de este corresponsal por el litoral descubría estampas similares. Un pesquero descansaba invertido sobre un invernadero en Higasi Matsushima. Los límites de mar y montaña habían quedado difuminados, con centenares de metros de barro acumulando restos de uno y otro lado y decenas de coches emergiendo de las aguas menos profundas como los picatostes de la sopa. Los daños quedaron mitigados por la construcción de edificios a prueba de terremotos, una obligación legal que incluye separación mínima para evitar el efecto dominó y construcciones elásticas para absorber la vibración del suelo. 

El tsunami mató a 18.000 personas y llevó hacia refugios a cientos de miles que durante días lamentaron el frío, el hambre y la falta de agua, luz y gas. También provocaron el desabastecimiento y escenas de postguerra, con los vecinos alineados frente a los escasos restaurantes que conservaban algo en la despensa o en los múltiples 7-Eleven que repartían botellines de agua. Eran colas de disciplina germánica y educación británica, sin una voz alta, un intento de adelantar el turno, un conato de pelea ni un indicio de nerviosismo, el epítome del civismo japonés. “Compáralo con las hordas que arrasaron las tiendas tras el huracán Katrina”, me sugería un estadounidense.  

Las víctimas de un terremoto de 9 grados y de un tsunami con olas de diez metros monopolizarían la atención mediática durante semanas en condiciones normales pero tres días después nadie se acordaba de ellos. Desde Fukushima llegaba el eco de los problemas de una central que había sorteado el cierre con una prórroga tras 40 años de vida. Fukushima sufría un descarrilamiento lento desde que la pared de agua arruinó cuatro de sus reactores. Ni siquiera los helicópteros que debían derramar agua pudieron acercarse por la altísima radiación. 

Alusiones a Chernobil

El resultadismo permite lecturas más calmadas pero cuando este cronista tecleaba sus tres páginas en aquella noche del 14 de marzo en Sendai, a decenas de kilómetros de la chisporroteante central, ya no eran sacrílegas las alusiones a Chernobil.  

La central había sufrido dos incendios y una explosión. Cuatro de los seis reactores rivalizaban diariamente por el título de más preocupante. Dos agujeros de ocho metros cuadrados en la vasija del reactor 4 ponían en contacto las barras de combustible con el exterior. El Gobierno reconocía el riesgo de “una mayor filtración” y extendía el radio de exclusión. Solo se quedaban de desesperado retén 50 de los 800 operarios. Gunter Oettinger, comisario de Energía de la UE, hablaba de “apocalipsis” y de una “situación fuera de control”. Expertos variados defendían que la catástrofe era inevitable e inminente. Corresponsales curtidos en mil guerras hacían las maletas, multinacionales fletaban vuelos chárter para evacuar a su personal del país y muchas embajadas se mudaban a Osaka, en el sur. Si no era una catástrofe nuclear, se le parecía mucho.  

Fukushima provocó el éxodo masivo de las zonas cercanas. En Koriyama, a una cincuentena de kilómetros, centenares de personas esperaban su turno para entrar en un refugio al que daban luz verde unos técnicos con trajes herméticos blancos y máscaras que medían su radiación y la de sus bolsas con escáneres manuales. De vez en cuando partía como un rayo una ambulancia con alarmas sonoras y luminosas transportando al hospital a quien había dado una lectura demasiado alta.

“Si dicen que no es peligroso, ¿por qué nos hablan con máscaras?”, preguntaba un profesor veinteañero. Al Ejecutivo se le afeó que no actuara más rápidamente tras las primeras explosiones de Fukushima o que dulcificara el desastre aunque es dudoso que se pueda ser completamente sincero en una crisis similar. Años después se supo que había manejado un plan para evacuar a la carrera a los 13 millones de tokiotas.  

La radioactividad siguió monopolizando las portadas durante semanas a medida que su presencia se descubría también en el agua y los alimentos y se adelantaba que continuaría con su silenciosa labor de zapa durante décadas.   

Más de 160.000 personas fueron evacuadas y muchas no han regresado aún. La ONU confirmaba esta semana que las emisiones de Fukushima no dañaron la salud de la población local y que el incremento del cáncer de tiroides responde a los concienzudos exámenes con material más avanzado. No parece una factura desmesurada diez años después de que se anunciara el fin del mundo.  

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