VIAJE A LA CUNA DE LOS MENAS

"Mi hijo se marchó de Tánger y ahora vive en las calles de Barcelona"

El origen de los 'mena'. Hamiya: "Prefiero que mi hijo duerma en la calle en Barcelona que en Tánger"

Hamiya es la madre de un joven que, después de ser tutelado por la Generalitat, duerme en la calle de Barcelona. Descubrió a través de EL PERIÓDICO la situación real de su hijo. / periodico

Elisenda Colell

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«Enseguida dejó de ir a la escuela y solo pensaba en viajar a Europa». Así era la vida de Housam antes de llegar a España, según su madre. «Siempre nos pedía dinero para marcharse en patera, pero nosotros no tenemos nada». Hace dos veranos, cuando su hijo tenía 17 años, se enganchó a los bajos de un camión en el puerto de Tánger. Logró llegar hasta Granada, pero no contactó con su madre hasta que pisó su El Dorado: Barcelona. Ahora vive en las calles del Raval. Como también hacen decenas de niños en Tánger.

«Estuve 20 días pensando que había muerto», prosigue Hamiya. Nadie sabía nada del muchacho. Luego descubrió que ya lo había intentado varias veces. Reconoce que lo pasó mal. «Pero, en cuanto lo consiguió... 'alhamdulillah'! (gracias a Dios)». Mira al cielo. Y llora. Housam no es su único hijo: tiene dos niñas más pequeñas y un chico mayor, de 20 años, que estudia Derecho en la universidad. «Siempre hemos dormido juntos, no dejo de pensar en él ni un solo día, en cómo será su vida», afirma este joven. Revela que también emigrará, pero lo hará de forma distinta. Con visado, al terminar la universidad. «Housam se obsesionó con los camiones, no quería hacer nada más que cruzar el Estrecho», recuerda.

Fotos diferentes

Hamiya dice que intentó disuadir a su hijo, pero sabía que no había nada que hacer. «Nunca pude luchar contra su sueño». ¿Cómo cree que está ahora Housam? «Dejó el centro de Lleida cuando cumplió los 18 años, tiene papeles y ahora vive en un piso para mayores». Pues no. Al cumplir la mayoría de edad, lo expulsaron del centro de menores donde vivía. Ahora duerme en las calles de Barcelona. Ve una foto hecha el día anterior. No es el tipo de imágenes que les manda su hijo y a las que ella está acostumbrada.

¿No preferiría que volviera a casa? Hamiya se queda paralizada. Su mirada se pierde durante unos segundos. «Prefiero que esté en las calles de Barcelona antes que aquí, en Tanger». Parece una barbaridad, pero enseguida lo argumenta. «Si vuelve, si lo deportan, será peor, no quiero ver cómo echa a perder su vida». Imagina a un joven enganchado a la cola, robando y desesperado por haber fracasado. Es inevitable pensar en el fracaso colectivo. Esta mujer lleva dos años hablando de su hijo y fiando su jubilación a él, puesto que  ninguno de los padres ha cotizado jamás. Que volviera sería un fracaso para todos. Y también para el barrio.

El joven, con el que contactamos días antes en el Raval, tiene graves problemas para conectar el móvil que coge entre sus manos. Entre sonrisas cómplices, dice que se lo ha «encontrado». Como está todo en alemán, le es imposible descifrarlo. Habla con orgullo de su hermano, «el listo de la familia», y se le empañan los ojos cuando se acuerda de su madre. «Dile que estoy bien, que voy a clase y que tengo un piso. Enséñale estas fotos con la ropa buena y dile que pronto le mandaré dinero».

La mujer confía en que Housam encontrará un buen trabajo en España y le mandará dinero para poder prosperar. «Somos muy pobres», insiste. Su marido, dice, trabaja, pero sufren para mantener a las dos niñas pequeñas que tiene el matrimonio. En el fondo, Housam es su única vía para salir de la pobreza. «No lo obligamos, pero espero que algún día nos envíe algo». Está convencida de que su hijo no roba ni hace nada malo.  

Housam emigró desde el puerto de Tánger Ville, que parte en dos el paseo marítimo de esta ciudad. Hace apenas un año era habitual ver a niños durmiendo en la playa esperando el momento justo para esconderse en los bajos de un camión con destino a España. Ahora, la policía blinda el puerto de día y de noche. Hay agentes con pistola y también concertinas, y colarse dentro es, prácticamente, una misión suicida. Dentro solo quedan embarcaciones pesqueras.

En primera línea de playa apenas se ven niños desvalidos. Hay familias haciendo pícnics, jóvenes jugando a voleibol, discotecas que se llenan de madrugada. Pero existen. Solo basta con adentrarse en la ciudad. Niños durmiendo en parques, en portales. Niños mal vestidos, que huelen mal y que piden limosna. En la medina, el centro histórico, la estampa se repite. Un grupo de cinco renacuajos merodean por la zona. Visten camisetas cortitas, tienen melenas despeinadas y sus chanclas están llenas de barro. Algunos llevan la ropa sucia, otros tienen incluso agujeros en ella. 

Aparecen, de repente, en un lugar muy concurrido por jóvenes y adolescentes. Son las antiguas tumbas fenicias. Un sitio ancestral que se ha convertido en espacio de reunión. Es un balcón al mar. Fácilmente se ve la costa andaluza. Muchos jóvenes se hacen fotos y se las mandan a otros amigos. Ríen. Fuman. Algunos sueñan con el día en que alcanzarán la otra orilla. 

Los menores se acercan a los vendedores ambulantes y les piden comida. «Son niños de la calle, muchos no tienen familia que se haga cargo de ellos», aclara uno de los vendedores, que les da alguna que otra patata frita de su puesto. Persiguen a los turistas, pero no hablan nada más que árabe. Solo ponen la manita. Idioma universal.