el 200º aniversario de waterloo

Napoleón, un cañonazo a la Historia

La batalla que puso fin a las guerras napoleónicas devolvió a Europa a las fronteras y las ideas previas a la Revolución Francesa. Sin embargo, el ascenso burgués era imparable.

Un cañonazo a la Historia Napoleón_MEDIA_2

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ALBERT GARRIDO

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El 18 de junio de 1815 un ejército básicamente angloprusiano a las órdenes del duque de Wellington y del mariscal Gebhard Leberecht von Blücher derrotó a la Grande Armée de Napoleón Bonaparte en el campo de Waterloo (Bélgica). Acto seguido, las monarquías absolutas que habían estado a merced de Francia llevaron a la práctica los acuerdos del Congreso de Viena, clausurado nueve días antes del gran combate, que supuso el triunfo del conservadurismo monárquico sobre el liberalismo, y pareció que Europa retrasaba el reloj de la historia hasta los días anteriores a la Revolución Francesa de 1789. Pero, ¿fue esto lo que sucedió o se trató solo de una victoria política momentánea del antiguo régimen sobre las fuerzas sociales emergentes? ¿Mantuvo el absolutismo la hegemonía cultural o se adueñó de ella el pensamiento liberal? ¿Se percataron los congresistas del poder de una opinión pública que empezaba a existir como tal?

Bajo custodia británica

Es preciso repasar los acontecimientos que se desarrollaron a partir de la batalla de Leipzig (16-19 de octubre de 1813) y hasta Waterloo. En Leipzig, el emperador sufrió una derrota definitiva, de efectos irrecuperables. La Sexta Coalición (Reino Unido, Rusia, Prusia, Suecia, Austria y varios estados alemanes) invadió Francia, Napoleón abdicó (6 de abril de 1814) y marchó al exilio en la isla de Elba. Menos de un año después regresó a Francia (20 de marzo de 1815) y se abrió un periodo conocido después como Gobierno de los Cien Días que se prolongó hasta el 22 de junio. Vencido y sin recursos para resistir, Napoleón fue confinado en la remota isla de Santa Helena, en el Atlántico Sur, bajo custodia británica, donde falleció el 5 de mayo de 1821. 

Al mismo tiempo que el ocaso napoleónico, los trabajos del Congreso de Viena encauzaron la reacción antiliberal a partir del 1 de octubre de 1814. Charles-Maurice de Talley-rand, el sinuoso diplomático enviado por Luis XVIII de Francia –había sido ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón–, concretó sin ambages qué misión debían cumplir los reunidos en Viena: «El grandioso y definitivo objetivo al que Europa debe consagrarse, y el único que debe fijarse Francia, es acabar con la revolución y llevar a cabo una paz efectiva». Fuese o no una declaración oportunista, ese fue el espíritu que animó al convocante de la conferencia, el austriaco KlemensMetternich, llamado luego Príncipe de la Paz, al vizconde de Castlereagh, enviado del Reino Unido, y a los asesores del zar Alejandro I. De forma que las noticias que llegaron de Waterloo les reafirmaron en su creencia de que la pesadilla había concluido.

Henry Kissinger, autor del monumental ensayo Un mundo restaurado, entiende que Waterloo es el desenlace de un proyecto vencido de antemano cuyo promotor no es capaz de aceptar los hechos. «Un orden mundial que se desmorona, aun cuando haya sido edificado sobre la fuerza, encuentra tan difícil creer en su desintegración como el hombre en vislumbrar su propia muerte». Para una figura del pensamiento conservador y del realismo político sin concesiones como Kissinger, el mayor logro del Congreso de Viena fue restablecer el sistema de alianzas anterior a 1789, restaurar los límites de los reinos, garantizar el equilibrio de poder en el continente y defender el principio monárquico de legitimidad.

Siendo todo esto cierto, no lo es menos que permanecieron en la memoria política liberal algunas de las ideas introducidas por la revolución: el concepto moderno de nación, el principio de ciudadanía, el principio de igualdad ante la ley consagrado en el Código Napoleón. Aquellas ideas que, violentadas por la lógica del régimen imperial, no por eso dejaron de formar parte de la tradición política del pensamiento burgués. Como ha escrito en La vieja Europa Dietrich Gerhard, Napoleón «marcó un punto final para estos cambios revolucionarios, aun siendo a la vez su catalizador y su moderador», pero moldearon la mentalidad burguesa.

El legado de la ilustración

Los legados revolucionario y napoleónico tampoco se desvanecieron en Waterloo: sobrevivieron a la derrota y aparecen aquí y allá en la literatura de los siguientes decenios como valores positivos por oposición a aquellos otros, negativos, característicos de la monarquía absoluta. Así sucede en La cartuja de Parma (Stendhal), Los miserables (Victor Hugo) y El conde de Montecristo (Alexandre Dumas), por citar tres novelas harto conocidas; así sucede también en la literatura popular y en la poesía romántica, que Hugo definió como «el liberalismo en la literatura».

Incluso los intelectuales europeos que se distanciaron de la revolución a partir de la proclamación del imperio (1804) volvieron sus ojos al pasado en cuanto se produjo la restauración absolutista en Francia, que la Carta Constitucional de 1814 considera el regreso a «la cadena de los tiempos». «Ninguna fórmula es más expresiva de la filosofía política de la contrarrevolución», afirma René Rémond en El siglo XIX.Ese extremo no escapó a quienes, como Ludwig van Beethoven, se alejaron de la revolución a causa del imperio –había dedicado a Napoleón la sinfonía Heroica–, pero después de Waterloo añoraron la atmósfera liberal.

En cierto sentido, la batalla de Waterloo y el Congreso de Viena fueron una victoria política del absolutismo al final del periodo 1789-1815, pero no entrañaron una derrota de la cultura política heredada de la Ilustración. Acaso tuviesen sentido las dudas sobre el optimismo histórico subyacente en la obra de algunos ilustrados –Edward Gibbon, Jean-Jacques Rousseau–, pero «la multitud de los europeos de talento y de genio que sostuvieron la revolución en sus inicios» (Eric Hobsbawm, La era de las revoluciones) dejó un poso de pensamiento liberal que sobrevivió al momentáneo renacer absolutista en Europa occidental. Menguaron las filas de quienes como Louis de Saint-Just creyeron en su día que «todo lo que no es nuevo en un tiempo de innovación es pernicioso», pero prendieron en la naciente opinión pública los valores políticos burgueses, opuestos a los de la sociedad estamental del Antiguo Régimen. Y, como subraya Hobsbawm, muy poco después de Waterloo empezó a utilizarse la expresión clase obrera, resultado o consecuencia del modo de producción capitalista, inseparable del ascenso hegemónico de la burguesía.

¿Fue en todas partes así? En la Europa oriental, la pervivencia del Estado nobiliario se mantuvo, favorecido por economías poco desarrolladas y sociedades sometidas a férreas autocracias. La diversidad cultural (Austria), el régimen de servidumbre (Rusia) y la fragmentación cultural y religiosa (Imperio otomano, llamado pronto el enfermo de Europa) aplazaron la efervescencia política y el contagio de las nuevas ideas hasta mediados del siglo XIX, cuando no más tarde. El recuerdo de la revolución y de las guerras con Francia dio paso a la construcción de una mitología heroica sin consecuencias apreciables hasta que las tensiones nacionalistas en el Imperio Austro-Húngaro, la crisis social en el imperio de los zares y la decadencia irreversible del sultanato hicieron rebrotar el legado de las Luces.

Por lo demás, la herencia más duradera de Waterloo y del Congreso de Viena fue el restablecimiento del equilibrio de poder que, con altibajos, se mantuvo hasta el estallido de la primera guerra mundial (1914). Ni siquiera conflictos como la guerra de Crimea (1853-1856), la guerra austro-prusiana (1866) y la guerra franco-prusiana (1870) rompieron el molde de Viena, fruto sobre todo del empeño del Reino Unido de garantizar que en el continente no se afianzaría una potencia hegemónica. La Cuádruple Alianza formada por el Reino Unido, Rusia, Austria y Prusia pudo haber sido el embrión de una organización internacional a escala europea, pero el desinterés de los gobernantes británicos por un proyecto de tales características lo hizo inviable. Un diplomático austriaco destinado en Londres en 1869 envío un despacho a Viena que contenía la siguiente frase: «La única doctrina del señor Gladstone[primer ministro] es la prosperidad del imperio».

Tampoco el proyecto europeísta de Napoleón tuvo continuidad. A decir verdad, la unidad europea se volvió contra él y duró lo que costó derrotarle. «Napoleón debía arriesgarlo todo a la exhibición de su poderío –concluye Henry Kissinger–. Dado que el poder es la expresión de un orden mundial arbitrario y por lo tanto inseguro, Napoleón solo pudo unir a Europa en una guerra para su propia destrucción». Pero esa unión coyuntural, recurso político para un periodo de crisis, apenas llevó al ánimo de los intelectuales y la burguesía ascendente el proyecto de la unidad europea. «Para la mayoría de habitantes de Europa que no eran combatientes, la guerra no significó mucho más que una interrupción, por un tiempo, de la vida normal, ¡y no demasiado!», dice Eric Hobsbawm. Pocos tuvieron en Europa la sensación de que había un propósito europeísta más allá de vencer a Napoleón y liquidar la revolución, y ninguno de sus adversarios se interesó por la meta perseguida por el europeísmo napoleónico.

¿Quién fue Napoleón?

Se llega así a la gran pregunta: ¿quién fue el general-emperador vencido en Waterloo? ¿Quién fue más allá del genio militar que hoy se sigue estudiando en las academias, dotado del «extraño don de percibir líneas estructurales de orden en el caos de las masas humanas en movimiento»?, dijo de él el escritor Dietrich Schwanitz. Si la referencia es el cuadro colgado en el Louvre La consagración del emperador, de Jacques-Louis David, se diría que fue la encarnación del poder sin contrapesos: todas las miradas están fijadas en él en el momento de coronar a la emperatriz Josefina, con el papa Pío VII de mero espectador. Si la referencia es El emperador Napoleón en Waterloo, de Karl Steuben, entonces se tiene la impresión de estar frente a alguien que nunca alcanzó el objetivo fijado.

Ambas sensaciones son una simplificación. Lo son también las opiniones exaltadas de Victor Hugo –«Prometeo moderno», llamó al emperador–, pero en cambio lo es menos, a pesar de la resonancia ditirámbica, el juicio de Élie Faure, que vio un «profeta de los tiempos modernos» en el emperador triunfante de 1804 y derrotado de 1815. Sin duda, el desenlace de Waterloo liquidó la posibilidad de dar forma política a un imperio europeo fundamentado en la creencia de que existía una cultura europea común, expresión de una autoproclamada superioridad europea, pero la suerte en la batalla no liquidó la cultura política del Estado burgués, asentada en la Francia de Luis Felipe, que repatrió los restos de Napoleón en 1840 para depositarlos en la tumba dispuesta en Los Inválidos de París, tomada hoy por los turistas.