MIGUEL ÁNGEL A. . LA ADICCIÓN AL JUEGO DIGITAL
«En el juego sentí lo peor de mí»
Todo o nada. El saldo íntegro a que la tenista que sacaba ganaría el punto. Ella perdió y por un instante Miguel Ángel A. creyó que él también. Ni recuerda el torneo o el nombre de la tenista. Solo sabe que la última apuesta fue de 1,15 euros y que esa ínfima pérdida le devolvió el capital más valioso: su propia vida.
Ese no era el guion previsto cuando se enganchó al juego, con 26 años. A él, informático, le sedujo la oferta digital. No quería dejarlo todo en manos del azar, prefería intervenir, por eso se decantó por las apuestas deportivas. Al principio como diversión, «apostando 3 euros» mientras veía un partido. Le pareció una manera de conseguir «dinero fácil»: «Vivía al día, un poco por encima de mis posibilidades», admite.
El hecho de evitar «miradas indiscretas» le garantizaba un confort que estrechó su vínculo con el mundo del azar hasta hacerle perder el control. «Ponía dinero en deportes de los que ni sabía las reglas, como dardos o esgrima», explica. Convencido de hallar la fórmula ganadora, tiraba de tablas y estadísticas. «Me propuse ganar 30 euros de lunes a viernes. Los fines de semana debía estar con la familia y tenía ansiedad. Es cuando más partidos hay», dice.
Oasis cibernético
Veía entonces cómo un gol «marcaba la diferencia». Éxito o fracaso. Y, casi siempre, el balance era negativo. La necesidad de tapar «huecos» hizo que llegaran los créditos. Y también las mentiras. «Inventaba milongas para justificar pérdidas». El brusco retorno a la realidad tras el oasis digital. «Reprochaba a mi mujer el gasto del súper. Yo jugando y escatimando yogures para mi hija», se lamenta.
Llegó a perder más de 3.000 euros en un partido de fútbol. Pero ni siquiera la resaca de una jornada catastrófica servía para cambiar su rumbo. «Me levantaba frustrado y jurando que no volvería a jugar. Pero en una hora ya estaba apostando otra vez», recuerda. Si ganaba, las consecuencias no variaban. «Siempre acababa en el mismo hoyo», añade.
Un hoyo del que comenzó a salir de forma inesperada. «En una fiesta conocí a una chica y me sinceré con ella, una completa desconocida. Ella acabó llorando y yo, por fin, sentí alivio», dice. Aceptó su problema y consagró sus esperanzas de superarlo en Jugadores Anónimos. Allí ha dejado atrás la adicción y ha recuperado a sus hijas y a su mujer, de quien se divorció en el 2013.
A pesar de los 17 meses que lleva sin apostar, cada día despierta con miedo a recaer, consciente de que «de esta enfermedad no te dan el alta». Aunque no soportaría perderlo todo otra vez, sorprende al confesar que está «muy agradecido»
al juego. «Me enseñó lo peor de mí -afirma-. Y esta es la mejor garantía para no volver a arruinar mi vida».
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