Fin de una tradición
El esplendor y la caída
La práctica de enfrentarse a un astado, ganarle la partida y acabar sacrificándole se da desde la edad del bronce. Es la manera de hacerlo lo que ha variado con los tiempos y con la geografía: correbous, embolados, capeas, toros de fuego, garrochas, etcétera.
En el siglo XVI se aristocratizó el toreo, ejercido por nobles a lomos de caballo. Para el ritual se usaban garrochas, picas e incluso armas de fuego: el propio Felipe IV acabó con una res de un arcabuzazo.
Como explica José Carlos de Torres, la lidia moderna -es decir la corrida, el toreo a pie, con normas y con ganaderías-, no cristalizó hasta el siglo XVIII y lo hizo en mataderos en Andalucía, donde aparecieron dos grandes plazas: la Real Maestranza de Sevilla -un siglo antes que el Torín de Barcelona- y la de Ronda, donde se enfrentaron los primeros mitos del toreo moderno: Pedro Romero, Pepe Hillo y Costillares.
Catalunya, mientras tanto, vivía ajena a la evolución de la lidia. Si bien se construyeron cercados en el siglo XVIII y se programaron algunos festejos, los catalanes no sentían aún los toros como algo propio. El marqués de La Mina intentó sin éxito introducir la fiesta.
La preferida de Manolete
No sería hasta la visita a Barcelona de Carlos IV, en 1802, que se pudo hablar de la primera corrida moderna con fecha en Catalunya: fue el 16 de septiembre, en un coso improvisado. Dado que los barceloneses no se entusiasmaban, se llegó a prohibir el teatro mientras hubiera toros, que a su vez incorporaban acrobacias y bailes populares para atraer a los ciudadanos.
En 1834 se construyó el Torín. Un cronista de la época, Joan Cortada, escribió que el espectáculo, «muy ajeno al carácter del país», era «propio de Madrid o Andalucía». Pero los barceloneses empezaron a aficionarse a los toros. El 25 de julio de 1835, enfervorecida por una pésima corrida, la multitud se lanzó a quemar 15 conventos y asesinó a 16 frailes y dos sacerdotes, en lo que se ha llamado la Bullanga de Sant Jaume.
La afición siguió creciendo, como indica la alternativa del primer torero catalán: Pere Aixelà, en 1864. Habría muchos más, desde Rovirosa, Gil Tovar, Mario Cabré, Joaquín Bernadó y Julio Aparicio hasta los actuales Andrés Palacios y Serafín Marín, la Escuela Taurina de Perucho y cientos de aspirantes de toda la península. Y fue en el Torín donde se implantó la novedad de acompañar la lidia con música.
Con las plazas de Las Arenas y la Monumental, la primera mitad del siglo XX trajo la edad de oro del toreo barcelonés. Desde los años 40 hasta los 60, Pedro Balañá convirtió la Monumental en el coso más importante del mundo, el preferido de Manolete, donde grandes diestros mataron o tomaron la alternativa. Pero a partir de finales de los años 60 se hizo ya perceptible que la sociedad iba por otro lado y crecía el desapego de los barceloneses, que desertaron de las plazas y dejaron su lugar a los turistas. A pesar de iniciativas generosas como la de José Tomás, los números indican que los toros hoy no interesan a la gran mayoría de la sociedad catalana.
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