La vida en una residencia

Sin miedo a la muerte

Los ancianos de un centro de Barcelona no se inquietan por el caso del celador de Olot

Espacio común 8 Joana Vilalta (izquierda) y otras abuelas, en una sala de la residencia Bon Repòs, ayer.

Espacio común 8 Joana Vilalta (izquierda) y otras abuelas, en una sala de la residencia Bon Repòs, ayer.

EDWIN WINKELS
BARCELONA

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El sol del mediodía calienta lo bastante en las calles de Barcelona para sentarse, aunque abrigado, en un banco y disfrutar de los tímidos rayos. En la parte central del paseo de Sant Joan, entre Diagonal y Travessera de Gràcia, abundan las personas mayores, muchas de ellas en sillas de ruedas y acompañadas de un cuidador personal. Otros, procedentes de residencias del entorno, se juntan en algún rincón hasta que, a las dos, llega la hora de comer. Ramón Aner va solo, únicamente con la ayuda de un bastón. Tiene 102 años y ha salido un buen rato de la residencia Bon Repòs para observar el movimiento en la calle. En sus manos un diario, con la noticia del asesino de ancianos de Olot en portada.

No, no es un tema del que se habla mucho en el geriátrico, dice. ¿Miedo a que le pueda pasar algo así? Se ríe, y se excusa por no tener dientes desde hace años. «¿Miedo? Claro que no. En esta residencia nos dan muy bien de comer. Les interesa que estemos sanos, porque así necesitamos menos atención», bromea Aner, muy lúcido todavía. «Y a la muerte tampoco le tengo miedo», añade. La vida para él es, en estos momentos, «respirar, reposar y relajarse». «El día que deje de respirar moriré, pero sin darme cuenta», comenta.

Lo que no quiere, dice, es que sea un celador psicópata «u otro tipo de loco» quien acabe con su vida sin que él lo haya pedido. «Pero creo que a los que están en las últimas y que, además, están sufriendo mucho, se les debería ayudar, aunque siempre de manera legal».

Poco eco en la residencia

Es una petición, la de la eutanasia, que apenas se realiza, según la experiencia de Albert Vargas, que dirige con su madre, Teresa García, la residencia Bon Repòs, abierta hace 27 años y donde cuidan de 126 personas. «Entre los 2.000 ancianos a los que hemos atendido -relata Vargas- puede haber habido dos o tres cuyas familias pidieron que se dejara de alimentar al paciente en fase terminal. No accedimos, porque no encaja en nuestra filosofía».

El caso del celador de Olot no ha tenido mucho eco entre sus residentes, afirma. Algunos leen los periódicos, otros ven la televisión, pero entre ellos apenas han hablado del caso. Ni la dirección ni la psicóloga del centro han tenido que tranquilizar a la gente. Queda el asombro por lo ocurrido, y el alivio de que «ese iluminado», como lo llama Teresa, no aterrizara en esta residencia barcelonesa. «No puedes controlarlo absolutamente todo. Tenemos una cámara en las zonas comunes, pero no en cada habitación», dice Vargas, que añade que la muerte es una pareja de baile muy habitual en un geriátrico, donde siempre hay alguien que se encuentra en estado terminal. «No ponga moribundo, por favor, es una palabra que no me gusta nada». Hay épocas del año en que fallecen más personas que en otras, por ejemplo por culpa de un brote de gripe.

Curar, no matar

Acomodadas en unos sillones pegados a la pared, media docena de mujeres esperan en la residencia la hora de sentarse a la mesa. Joana Vilalta, de 88 años, dice que los que pueden hablan de todo, pero que el asesino de ancianos de Olot no les interesa demasiado. «Claro que no tengo miedo de que me pase algo así. Aquí se está bien, aunque en ningún lugar se está como en casa. Lo que no entiendo es que lo haya hecho un celador o un enfermero. Su trabajo es curar, no matar».

Es el de Olot uno de esos casos aislados que, precisamente por su virulencia, se convierten en fenómeno mediático, pero no por eso los ancianos de las residencias tiemblan de miedo. Y menos si se toman la vida y la muerte con la sabiduría y filosofía del centenario Ramón Aren, quien ya sabe lo que le espera, algún día. «Llevo siete años en esta residencia. Mi mujer murió aquí, a los 95 años. Era de las más fuertes pero un día se levantó de la cama y dijo 'ya no valgo para nada'. Falleció el día siguiente. Lo prefiero así, en lugar de la angustia con la que muchos mueren».