DECEPCIÓN DE HBO

Crítica final de 'The idol': más aburrimiento que sensación de peligro

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Crítica final de 'The idol': más aburrimiento que sensación de peligro

Crítica final de 'The idol': más aburrimiento que sensación de peligro / HBO

Juan Manuel Freire

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¿Qué debemos valorar al analizar un objeto artístico? ¿Su historia de fondo, lo que se cuenta que pasó durante su construcción? ¿O solo el resultado final? Si tuviéramos en cuenta lo primero, 'The idol' debería recibir todos los varapalos: no, no se quita la silla de directora a la gran Amy Seimetz con, según se ha explicado, casi el 80% del trabajo hecho. Pero tratemos de hablar solo, a ser posible con objetividad, sobre lo que se ha visto en pantalla durante las últimas semanas. Al fin y al cabo, de una génesis complicada ha surgido más de una obra maestra. 

'The idol' no es una de ellas. En esta ocasión, el caos ha derivado en caos. Semana a semana, Sam Levinson (creador y director de la a menudo sublime 'Euphoria'), Abel Tesfaye (más conocido como The Weeknd) y el antiguo emprendedor nocturno Reza Fahim nos han hecho gastar ancho de banda cognitivo inútilmente con su caprichoso e incoherente viaje al lado oscuro de la fama pop. No había mucho que entender, ni tanto en lo que profundizar, en esta historia sobre un trasunto de Britney Spears, Jocelyn (Lily-Rose Depp), que en pleno intento de regreso tras una crisis acaba metida en una extraña relación con Tedros (el propio Tesfaye), escurridizo dueño de club desdoblado en gurú alrededor del que revolotean algunos talentos salvajes. 

Hablamos de una serie irregular en todos sus aparentes propósitos, incluso en el de generar conversación: ha sido un importante fracaso de audiencia y HBO no se está apresurando a la hora de renovarla. De entrada, nos encontramos ante una sátira no siempre afilada de una industria musical ahogada por los excesos de la cultura 'woke': al principio de la historia, vemos cómo se coarta la libertad de Jocelyn para mostrar sus propios senos en una sesión fotográfica. Algunos chistes cafres, sobre todo los defendidos por Eli Roth en el papel de representante de Live Nation, caen en terrible saco roto. Solo Rachel Sennott ('Shiva baby') y Da'Vine Joy Randolph han aportado buena energía humorística como, respectivamente, la asistente y la co-mánager de la (a priori) aturdida Jocelyn. 

En cuanto Tedros entra en acción, creemos saber de qué ira esto: de un amor (o mejor, una obsesión) con tintes sadomasoquistas. El problema esencial: la inexplicable fascinación de Jocelyn por Tedros, gurú justo en carisma, de estética tan dudosa como sus modales. Los autores de la serie parecen saber que el personaje es deleznable, e incluso se divierten con ello, pero a veces resaltan también su capacidad para fascinar. ¿Podía 'The idol' tratar de eso? ¿De cómo solo hace falta aparentar seguridad para que gente aún más insegura te convierta en su referencia? A ratos lo parecía, pero en su episodio final, después de algún giro sin sentido, se ha consolidado como (banal) reflexión sobre el excesivo poder que otorgamos a las celebridades

Ahora es cuando toca ser justos y no caer en esa tendencia actual a ver solo bodrios totales u obras maestras por todas partes. 'The idol' era más interesante cuanto más se sumergía en la psicología y los procesos de la estrellas del pop. Cuando hablaba del peaje físico a pagar por la perfección, como en un segundo episodio (quizás el mejor) con ecos del terror psicológico y corporal de 'Cisne negro'. O cuando se discutía sobre la ética de convertir la tristeza y el trauma en argumentos de venta, como se hizo en el tercero. Se desaprovechó un poco la presencia en el reparto de artistas reales como Troye Sivan y Jennie de Blackpink o el gran productor Mike Dean (como Mike Dean, además), pero hay momentos valiosos sobre el misterio creativo, básicamente los protagonizados por Suzanna Son, revelación de 'Red Rocket'. 

A nivel cinematográfico, aunque también rodada en 35 mm, 'The idol' no ha sido 'Euphoria', ni Levinson ha pretendido que lo fuera en ningún momento. De las estudiadas filigranas formales hemos pasado a algo más intuitivo e impulsivo, que no demasiado explosivo. El director se ha divertido (sin pasarse) jugando al caos coral ordenado de Robert Altman (como ya hizo en su debut de 2011 'Otro día feliz') o tratando de resucitar los climas del erotismo de los ochenta ('Nueve semanas y media') y noventa (hubo cita visual literal de 'Instinto básico'). Esta última misión ha estado lastrada por unas torpes coreografías del deseo, una extraña incapacidad para representar el sexo en términos reconocibles, estimulantes o provocadores. La serie que nos vendieron como peligrosa ha resultado ser, en general, no solo inofensiva, sino aún peor, algo tediosa

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