cOn mucho gusto. CUADERNO DE GASTRONOMÍA Y VINOS
Gloria al sabroso tocino
Maltratado por una producción industrial, el cerdo se ha convertido en un animal con mala prensa. No obstante, una buena panceta ibérica desmonta cualquier crítica.
Cuando se mencionan los alimentos definitorios de la dieta mediterránea, nos olvidamos sistemáticamente del cerdo. Me refiero a los cerdos que pacen y viven en libertad, gorrinos homéricos que aparecen en los grandes festines de la Odisea, tan sabrosos y jugosos que los héroes se disputan los mejores cortes. Cochinos que nada tienen que ver con esos otros criados de tal manera que saber de su triste vida nos corta el apetito. Sin querer entrar en conflicto, no queda otro remedio que señalar que muchos de ellos, atocinados en espacios minúsculos, carecen de dientes para que no se muerdan. Además, los dientes no les sirven de nada, dado que se alimentan de piensos triturados.
RAZONES GUSTATIVAS / Pero a los aficionados a los sabores puros, el tocino de cerdo ibérico o de porco celta nos entusiasma. Las razones gustativas son tan variadas como lo es la simplicidad llevada a la elegancia. Basta con iniciarse en estos sabores por el plato más escueto, la panceta de Guadalajara, el fino torrezno que Álvaro Igualador, en La Llave, convierte en un bocado fino. Recetas populares que se pueden complicar tal como lo hace Borja Sierra en Granja Elena. Cuece la cansalada, la deja reposar y la trocea. Con el caldo arranca un fricandó al que añade la tocineta, luego incorpora las llanegues negras que acaban de dar untuosidad.
Quizás la versión más sofisticada que he probado de la papada ha sido la fórmula del tan rápidamente olvidado Santi Santamaría. La maceraba durante seis horas en sal, azúcar y pimentón. Una vez limpia, la envasaba al vacío y la cocía a 80º. Preparaba un puré muy francés con patatas ratte, mantequilla y crema doble. Una textura sensual sobre la que aterrizaba la papada, pasada simplemente por la plancha. Una salsa ligerísima de verduras, de las llamadas nage, redondeaba un conjunto terriblemente apetitoso, coronado con una generosa cucharada de caviar. Es la exaltación evolutiva, por la banda alta y cara, de la cocina, de todos los trinxats con tocino y verduras que han sido pura dieta mediterránea de los payeses hasta el preciso momento en el que el cerdo se redujo a una masa incierta de colesterol.
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