Conde del asalto

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Una captura del minidocumental 'BarMad. Las 7 diferencias'.

Una captura del minidocumental 'BarMad. Las 7 diferencias'. / Youtube

Miqui Otero

Miqui Otero

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Se suelen criticar las charlas rutinarias de ascensor, pero encierran al menos dos grandes verdades: en Madrid el calor es más seco y se tiran mejor las cañas.

Está bien aceptar lo evidente y, si se puede, ir más allá. Ya se puede ver gratis en Youtube (antes pasó por el Festival de Málaga y por Filmin) el minidocumental BarMad. Las 7 diferencias, que explora las esencias y peculiaridades de los bares en las dos ciudades. En el fondo, a todos nos gustan las barras de zinc, las paredes revestidas de madera o azulejos, el colgador para el abrigo, el gran contador de batallitas.

Pero en Madrid se impone la barra, que permite el libre albedrío, la consumición atlética, la invitación a rondas, la socialización con desconocidos. Aquí todos parecemos padecer de las articulaciones: la gente prefiere la sillita. Normalmente en mesas redondas. En mi opinión, es el equivalente de la sardana: un baile circular, mirando las caras de los tuyos, civilizadísimo, de espaldas a lo desconocido y, muy importante, con los bolsos bien vigilados en el centro. En el bar, preferir las mesitas implica precisamente eso: menos lugar al accidente, al estipendio de invitar al ajeno, más piña con tu núcleo duro. Eso habla más de la ciudad que una gran novela de Barcelona. Es cierto que existen las barras y lo define muy bien un camarero del documental: la barra es para el gamberro. Es la 'rauxa', aunque se impone el 'seny'.

Allí es posible que el bar sea de tu bisabuelo. Aquí es altamente improbable que eso suceda, porque se habrá traspasado a una franquicia. Se especula, en el documental, con la idea de que es una lucha entre clasicismo (Madrid) y modernidad (Barcelona). Y es cierto que, creativamente, es más difícil innovar que ser conservador. Pero, en la lógica capitalista, a menudo lo más valioso es preservar lo que funciona. En la película, un camarero mítico de Madrid, de los que sirven cañas con tupé canoso (la espuma), recuerda con una mezcla de guasa y perplejidad cuando aquí le sirvieron una en un tarro de miel.

En Madrid vas a tres bares en una hora y en Barcelona pasas tres horas en un bar. En la primera vas cada día (en los bares estás) y en Barcelona más hacia el crepúsculo de la semana (a los bares vas). En una te encuentras y en la otra quedas. En una se te ofrece la tapa y luego se pregunta y en Barcelona tendrás que hacerle la foto a un QR, someterlo a votación con tu mesa y solo entonces pagar la ración. Así que llegado a este punto, nos queda reivindicar la épica.

Del mismo modo que invitar a una ronda en Madrid no tiene mérito (todo el mundo lo hace), hacerlo en Barcelona es de espíritus nobles (un gesto contracultural). Un buen camarero aquí es como un jugadorazo técnico en un equipo de Regional, por lo que destaca sobre el resto y por el mérito que tiene. El buen bar allí es hegemónico, mientras que aquí es casi revolucionario (cuando sale, por ejemplo, la Bodega Carol casi me emociono). Allí ha rebrotado últimamente una especie de nacionalismo madrileño enloquecido (un montón de establecimientos con nombres castizos), mientras aquí pasamos un periodo acomplejado de sombras y anglicismos. Ir aquí a una bodega con barriles y palillos es un acto de resistencia y como tal hay que ensalzarlo: cuanto más cuesta algo, más lo disfrutas. Los asiduos a bares de Barcelona somos, como dijo Montalbán del Barça, el ejército desarmado de Catalunya.

Siempre nos quedará, además, que el nombre de nuestra ciudad contiene la palabra bar. Quien no se consuela es porque no quiere.

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