Conde del asalto

Bar Mónaco, el mejor túnel del tiempo de Barcelona

Bar Mónaco.

Bar Mónaco. / Jordi Cotrina

Miqui Otero

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Cuando despertó, Simón, el camarero, todavía seguía ahí. 

Pongamos que este cliente inventado se había quedado dormido, que era uno de esos con tendencia a sestear en las barras. Al abrir los ojos, no sabría enfocar si habían pasado cinco minutos o 50 años. Desde luego, ahí sigue esa barra preciosa revestida de madera pintada de rojo, todas esas botellas de licores fuertes, ese suelo de terrazo de los setenta, esas copas decoradas con servilletas de papel de colores. Y, muy especialmente, todas esas plantas y flores de plástico, intactas. Simón, sin embargo, el amo y señor del local, no tiene 27 años, sino 77. Y además el diseño de la etiqueta de esa Estrella que ahora acaba de tenderle también es distinta. 

No es extraña la confusión del cliente, y no por ese sueñecito etílico, sino porque este lugar, el Bar Mónaco, en la calle Pallars, 164, es algo así como uno de esos insectos conservados en una bola de ámbar. Igualito ahora que hace décadas, hasta en esa sala a la que se accede abriendo una puerta de cristal esmerilado: futbolín, billar (hay un jarrón con estupendas flores artificiales en el tapete), la máquina de tabaco que parece la jukebox de Bande A Part o de 'El extraño viaje', el estucado veneciano de las paredes, el artesonado del techo en tonos turquesa, del que cuelgan banderines de fiesta y farolillos chinos, las sillas de escai granate, la tele Panasonic de tubo. Detrás de la barra, el gran Simón, que probablemente ostente el récord de camarero más longevo en un mismo establecimiento.

Secreto a voces

Simón llegó en los sesenta de Soria siendo un pipiolo. Y tras un breve paso por Correos, y por restaurantes de la costa, y por uno ya de su propiedad cerca del Bagdad, abrió en 1973 este templo que, medio siglo después, aún se anuncia en su puerta con un elegantísimo neón donde se lee: Mónaco.

No me da miedo anunciar este secreto a voces aquí, ya que solo podrás estar un buen rato si te comportas. “Esto es un sitio público, pero no para todos los públicos”, le gusta decir a Simón, que me acaba de servir una bandejita de chips con la cerveza: una leyenda viva, el mismo que después de jubilarse pasó a ceder la mitad de lo ganado a la Seguridad Social para seguir abriendo, con su pelo entrecano peinado hacia atrás, su impecable camisa a cuadros y también con esa locuacidad discreta no solo de los buenos camareros, sino de los mejores anfitriones

El Bar Mónaco, así bautizado en honor a las princesas radiantes del principado, es, digámoslo ya, un milagro. La demostración de que algunos sitios especiales son la única forma descubierta hasta la fecha de viajar en el tiempo.

Si un día me siento en uno de los taburetes y de repente se me pone a hablar un obrero de las fábricas de Poblenou de los ochenta (uno con mostacho y mono azul) no me extrañaría más que si lo hace un tipo diseñador del 22@. Ir una vez es como haber ido muchas, en muchas épocas. Ahora solo está Simón, pero llegaron a haber ocho empleados sirviendo menús y, diría, aún se puede oler la capipota del 78 y escuchar en la radio el golpe de estado. 

Y no es extraño que se me haya ocurrido empezar con un relato ficticio. Porque, de Netflix a los Javis, el lugar se lo disputan siempre películas y series para localizar sus ficciones. El secreto, me temo, está en esas flores, siempre abiertas, que no se marchitan, que no beben agua. Como este bar, como tú si un día abres la puerta bajo el neón.

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