Conde del asalto
La vida exterior de los kiwis
Las canciones duran más que los confinamientos, los resfriados y las frutas de temporada
Miqui Otero
Escritor
Quiso la ironía que el grupo barcelonés Kiwis publicara su disco 'Vida exterior' justo cuando menos vida exterior teníamos.
Los primeros 'singles' filtrados en internet nos ayudaron a no salir de casa durante los primeros confinamientos intermitentes. Y a mí el disco físico me lo entregaron en un parque infantil: esas semanas de bares cerrados cuando quedaba con amigos los viernes a media tarde al lado del tobogán, con un 'pack' de seis latas y alguna bolsa de Bocabits.
No es extraño que tanta gente los escuchara y comprara el disco (se agotó días después de salir y, unos meses después, se reeditó con la colaboración de una discográfica de Estados Unidos). No lo es porque, al fin y al cabo, los kiwis, las aves así llamadas típicas de Nueva Zelanda, son esos pájaros que por su estructura no pueden volar. Y los kiwis también son esas frutas que parecen ir abrigadas con una trenca de paño marrón por fuera, pero que, después del corte, muestran un veraniego verde irisado y tropical en su interior. Así que los Kiwis, la banda de pop de Barcelona, de melodías soleadas y letras melancólicas, son perfectos para soñar con la vida exterior cuando te marchitas como una planta de interior.
Sin embargo, las canciones duran más que los confinamientos, los resfriados y las frutas de temporada, y resulta que, ahora, por fin, las presentan. Y si en otra época prepandémica lo habrían hecho en lugares bajo tierra como el Sidecar, ahora las restricciones obligan a hacerlo en insospechados paisajes bajo el sol.
Coctelera emocional
La primera vez que los vi en concierto fue, de hecho, en una pequeña galería del Raval. Aquel día de 2017 se celebraba una manifestación feminista, así que en primera fila se podían ver varias pancartas. El bochinche era morrocotudo, la euforia era general y comandante, gran fanfarría de latas y coctelera emocional. La densidad en aquella sala superaba con creces la de cualquier vagón de metro en la estación tokiota de Shinyuku. Yo llegué (desconozco el motivo) con varios anillos luminosos de gelatina que le había comprado por la calle a un vendedor pakistaní y los repartí por las primeras filas.
Conciertos pandémicos
Ahora es distinto, claro. Vamos muy civilizadamente hacia la zona alta, esa donde hay dinero y algunos casi necesitamos escafandra. Pero lo bonito es que la UB ha habilitado para celebrar conciertos los jardines de la mansión cedida en su día por el doctor Agustí Pedro Pons, conocido por sus avances en la investigación de enfermedades hepáticas (brindemos por sus logros). Una zona ajardinada preciosa con la ciudad a sus pies, con laberintos de setos podados y fachadas de motivos esgrafiados. Delante del escenario, cajas de cerveza perfectamente organizadas a modo de asiento, donde la gente bailará sin moverse (o les bailará el brillo en los ojos).
Hay algo extraño en estos conciertos pandémicos, pero después de tanta vida pocha en el interior de las casas, escuchar la 'Vida exterior' de los Kiwis en un sitio así sabe a gloria. También recordar por qué los amigos te pueden hacer feliz no hablando por teléfono, sino tocando y cantando en sitios a los que jamás habrías ido si no fuera porque las cosas están como están y son como son. Pero, ahora, dejemos la cháchara y escuchemos, que acaban de decir que se ve la luna al fondo, como si la disparara para nosotros un cañón de luz, y están empezando a tocar 'Fer' y hay muchas cosas por hacer.
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