50 años de la ejecución a garrote vil

"Nos cogimos de las manos en silencio": las hermanas de Salvador Puig Antich rememoran su última noche

La vida en Estados Unidos de los Puig Antich: un duelo de medio siglo

Barcelona homenajeará a Puig Antich conservando la sala donde fue ejecutado en la Modelo

Imma, Carme y Montse Puig Antich, durante el encuentro con EL PERIÓDICO

Imma, Carme y Montse Puig Antich, durante el encuentro con EL PERIÓDICO / ZOWY VOETEN

Sara González

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"¿Tú sabes qué es el garrote vil?". La pregunta cargada de sorna de un funcionario de La Model, grabada a fuego en su memoria, hizo que la rabia recorriera su espina dorsal. Hasta tal punto que, por mucho que intentara una detonación controlada de la respuesta, de su boca no pudo evitar un "hijo de puta" que hoy, 50 años después, Carme repite frunciendo el ceño y apretándose los nudillos de las manos. En el cuarto de paquetería de la prisión se instalaba la diabólica máquina con la que el régimen había decidido que sería ejecutado su hermano: Salvador Puig Antich.

Era la noche del 1 al 2 de marzo de 1974. La última que las tres hermanas pasaron junto al joven antifranquista y anarquista del Movimiento Ibérico de Liberación (MIL), condenado a muerte por un consejo de guerra tras una emboscada policial seis meses antes que derivó en un confuso tiroteo en el que resultó muerto el policía de la brigada político-social Francisco Anguas. En plena cuenta atrás desde el momento en el que el abogado Oriol Arau las llamó para informarlas de que el Consejo de Ministros había emitido el 'enterado', esperaban que llegara un indulto que nunca fue.

El silencio justo antes del garrote

Imma, Montse y Carme, que entonces tenían 27, 22 y 19 años, tienen esculpidas en sus vidas esas angustiosas y dolorosas 11 horas en la celda 443. Merçona, la menor, de 12, no acudió por petición expresa de 'Salva', que no llegó a cumplir los 26. Y el hermano mayor, Quim, vivía en Estados Unidos. "Al principio de la noche intentábamos estar todos bien. Nosotras por él y él por nosotras. Pero llegó una hora, a las cuatro o a las cinco, en que ya no había fuerzas, no había solución", relata Imma dibujando en el aire con las manos la dureza de lo vivido. "Nos cogimos de las manos y vino un silencio. Un silencio largo", completa Carme mientras Montse asiente.

Agarrados los cuatro formaron un círculo, ya sin decirse apenas nada. Fue el momento en que tomaron conciencia de que "se había acabado" la esperanza, el preludio de lo que, aseguran, les había "tocado". Y las obligaron a irse. Antonio López Sierra, el verdugo, estaba listo junto a los militares franquistas vestidos de gala. Cobraría, según la abogada Magda Oranich, que participó en el equipo de la defensa, 4.000 pesetas por la ejecución.

Cada 2 de marzo -y este año coincide en sábado, como el día en que fue ejecutado- tienen como "ritual" juntarse ante el nicho 2737 del cementerio de Montjuic e ir después a comer para gestionar ese torrente de emociones y recuerdos que las desborda aún medio siglo después. Defender la memoria de su hermano y que tenga el juicio con garantías que nunca tuvo se ha convertido para ellas en una manera de vivir no escogida en una ciudad repleta de rincones impregnados de su historia.

La tumba de Salvador Puig Antich en el cementerio de Montjuïc

La tumba de Salvador Puig Antich en el cementerio de Montjuïc / GUILLERMO MOLINER

El recuerdo en cada esquina

"No hubo un juicio justo. Una muerte a garrote vil es un acto de venganza muy bestia", espeta Imma, que hasta hace 10 años residió en el domicilio en el que se crió la familia, en la calle del Pas de l'Ensenyança, en el barrio Gótico de Barcelona. Montse vive muy cerca del bar El Funicular, el lugar en el que empezó la emboscada policial, y del portal contiguo, el número 70 de la calle Girona, en el que se produjo el tiroteo y en el que aún da cuenta de ello el impacto de bala en el tercer escalón. A la fuerza ha acabado integrando en su rutina visual el último escenario en el que su hermano vivió en libertad. Y Carme no esconde la "mala hostia" que le invade cada vez que tiene que pasar por La Model, a pesar de reconfortarla que se haya resignificado y llenado "de vida" con la escuela adyacente.

Imma admite que, en realidad, desde el asesinato a Carrero Blanco, estaba convencida de que no llegaría el perdón porque el régimen necesitaba un "chivo expiatorio". El mismo Salvador, al conocer la noticia, recuerdan, dijo a sus allegados que aquella bomba de ETA lo había matado a él también. Aun así, hasta el último minuto se intentó cambiar, en una maratoniana noche en el Colegio de Abogados, el destino de quien acabó siendo el último ajusticiado por el franquismo en la ciudad de Barcelona.

La lucha contra una "farsa"

Que el juicio que lo condenó a dos penas de muerte fue una "farsa" y que el sumario del caso fue manipulado ha sido denunciado y documentado. "Él no era inocente, porque por decisión propia y consciente entró a formar parte de la lucha armada e iba armado, pero no se puede decir que fuera culpable por el crimen por el que se lo ejecuta", explica el periodista Jordi Panyella, autor del libro 'Salvador Puig Antich, cas obert' (Angle Editorial). La discrepancia fundamental del caso, señala, es que la autopsia a Anguas se hiciera en comisaría y no en el Hospital Clínic, donde fue trasladado tanto el cadáver del policía como el joven anarquista herido.

Se determinó que el cuerpo recibió el impacto de tres balas -Puig Antich solo llevaba tres-, pero el doctor que firmó su defunción, Ramón Barjau Viñals, relató que por lo menos tenía cinco. Ni su testimonio ni el de los doctores Pere Munné y Joaquín Latorre, que vieron el cadáver en el hospital, fueron aceptados por el tribunal militar ni se les tomó declaración policial. De hecho, la prueba balística fue rechazada durante el juicio.

"El técnico que hizo la autopsia también explicó que se la hicieron dentro del ataúd y que de los dos médicos que la firmaban solo había uno presente", añade Panyella, en cuyo libro el alférez Enric Palau relata que agentes de policía le ordenaron sacar documentación del caso y montar un sumario a medida. Todos los intentos de que el caso sea revisado por los tribunales españoles ya en democracia, incluso con todos estos testigos desgranando el mismo relato, han caído en saco roto bajo el argumento de la ley de amnistía de 1977. Y la causa en Argentina, la única que logró prosperar de la mano de la juez María Servini, no avanza.

Carme, Imma y Montse Puig Antich, en la librería +Bernat

Carme, Imma y Montse Puig Antich, en la librería +Bernat / ZOWY VOETEN

15 años de silencio

"Nos decía muy a menudo que le sabía muy mal habernos metido en este jardín, que sabía que nos había hecho una putada", explican Imma, Montse y Carme, que empezaron a sospechar de que su hermano andaba vinculado a un grupo clandestino cuando pasaba largas temporadas lejos de casa y reaparecía vestido con traje o gafas sin cristal. El día en que no tuvieron duda fue cuando llegó al domicilio familiar una citación judicial por un coche alquilado y no devuelto en Perpiñán. Lo que no imaginaban era que formaba parte del MIL, organización armada que atracaba bancos para financiar publicaciones y apoyar a obreros huelguistas o detenidos. Salvador solía ser el conductor en esas operaciones. "Vivía fatal la injusticia", dice Carme.

La politización no le vino por herencia familiar, pese a que su propio padre estuvo condenado a muerte por ser miembro del partido catalanista Acció Catalana, pero finalmente fue indultado. Desde entonces, se corrió un tupido velo en casa y fue en el instituto cuando su hijo se enroló en la lucha antifranquista. "Los hijos de los vencidos vivíamos en silencio", afirma Imma. El mismo silencio con el que las tres hermanas aguardaron esa última y agónica noche cogidas de la mano de Salvador y que tardaron 15 años en poder romper tras su ejecución para no volver a callar más en busca de justicia.

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