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Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

Europa, ante el desafío populista

Pleno del Parlamento Europeo, en Estrasburgo, en una imagen de archivo.

Pleno del Parlamento Europeo, en Estrasburgo, en una imagen de archivo. / Philippe Stirnweiss / European Par / DPA

A mes y medio de las elecciones europeas crece la preocupación a raíz del pronosticado avance de la extrema derecha y de cómo tal cosa puede dañar la consistencia de la Unión Europea. En una entrevista concedida al semanario británico The Economist, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, califica a los líderes del nacionalismo populista ultraconservador como “brexiteers encubiertos”, en el sentido de que al igual que los promotores de la salida del Reino Unido de la Unión, aspiran a destruirla o, cuando menos, a maniatarla, a dejarla sin aliento mediante un recorte acelerado de sus competencias en favor de los estados. Según Macron, la única forma de contener el ascenso de ese nacionalismo divisivo es “ser lo suficientemente audaces como para no pensar que su ascenso es inevitable”.

Incluso admitiendo que la alarma del presidente de Francia obedece en primera instancia al vaticinio de las encuestas, que otorgan al Reagrupamiento Nacional la victoria en junio y a su líder, Marine Le Pen, el triunfo en las todavía lejanas presidenciales, lo cierto es que soplan en Europa vientos muy favorables para la progresión de los partidos ultras en el Parlamento Europeo. Quizá no lo suficiente para hacer inviable la alianza tradicional entre conservadores, socialdemócratas y liberales, pero sí para condicionarla, para ponerla en dificultades de vez en cuando. No en vano algunas manifestaciones de los últimos días de Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, se han interpretado como el reconocimiento de que acaso sean necesarios pactos ocasionales con la extrema derecha para evitar un bloqueo de las instituciones.

Al mismo tiempo, el nobel de Economía Joseph E. Stiglitz alerta de las elecciones que se avecinan en Estados Unidos a la sombra de las propuestas neoliberales, trasunto en gran medida del auge de la extrema derecha. Escribe Stiglitz: “El nacionalismo populista está en ascenso en todo el mundo, y a menudo llega al poder de la mano de líderes autoritarios. Sin embargo, se suponía que la ortodoxia neoliberal que se impuso hace unos cuarenta años en Occidente (achicamiento del Estado, menos impuestos, desregulación) iba a fortalecer (no debilitar) la democracia. ¿Qué salió mal?”. La respuesta a tal pregunta la da el propio Stiglitz: “El neoliberalismo no cumplió lo que prometió. En Estados Unidos y en otras economías avanzadas que lo adoptaron, el crecimiento del ingreso real (deflactado) per cápita entre 1980 y la pandemia de COVID‑19 fue un 40% menor que en los treinta años precedentes. Para empeorarlo, hubo un estancamiento generalizado de los ingresos en los niveles inferior y medio de la escala, mientras aumentaban los del nivel más alto; y el debilitamiento deliberado de los mecanismos de protección social generó más inseguridad financiera y económica”.

El hecho crucial es que la degradación del Estado del bienestar en Europa y la desregulación acelerada de la economía en Estados Unidos ha contribuido decisivamente al auge de la extrema derecha, al ascenso de los profetas iliberales, de esa esperanza infundada en que un autoritarismo ciertamente incompatible con la democracia restablezca los equilibrios sociales y las certidumbres de futuro. Si después del 11-S, con la aplicación de nuevas medidas securitarias, se dijo que la utopía reaccionaria había cosechado una primera victoria –más seguridad a cambio de menos libertad y privacidad–, ahora cabrá hablar de una segunda victoria en idéntica dirección si se confirma la disposición de una parte cada vez mayor de los electores en depositar su futuro en manos de quienes, en última instancia, entrañan un riesgo para la cultura democrática.

Tal riesgo se acrecienta con la disposición cada vez más extendida del conservadurismo europeo, se supone que heredero de la doctrina social de la Iglesia católica y de la democracia cristiana de la posguerra, de asumir parte sustancial del discurso populista que distingue a la extrema derecha y a la prédica exaltada de Donald Trump. Frente a la prudencia de opciones como Alianza Democrática en Portugal de distanciarse de Chega, la marca ultra que ha multiplicado por cuatro su representación en el Parlamento, se da al otro lado de la raya una rápida mutación del Partido Popular, que entiende que la última posibilidad de desgastar a Vox es incorporar en su praxis política propuestas troncales del partido de Santiago Abascal.

Envuelto todo ello en la acera de Vox en una demagogia sin límites que lo mismo vale para presentar los flujos migratorios como una amenaza para la seguridad que para defender la contracción de los impuestos sin que ello derive en una erosión del Estado del bienestar. Lo cierto es que en el seno de una demografía declinante solo el crecimiento del censo puede garantizar el sostenimiento de partidas esenciales –las pensiones, la sanidad y la educación públicas–; lo que está fuera de toda duda es que la financiación de los gastos propios de una población que envejece solo es posible si se da una renovación vegetativa suficiente que tribute, como sucede ahora, muy por encima de lo que recibe del erario (la inmigración aporta el 10% de los ingresos de la Seguridad Social y absorbe solo el 1% en prestaciones sociales).

Lo que esconde de hecho ese populismo grandilocuente es el deseo de jibarizar el proyecto político europeo en nombre de la identidad, de la soberanía y de una idea monolítica del Estado. En los oradores que ocuparán las tribunas ultras durante las próximas semanas se podrá detectar un antieuropeísmo beligerante, su fascinación por el nacionalismo agresivo de Vladimir Putin, su deseo de dejar Ucrania a su suerte, su propósito de impugnar la idea del Estado social, su revisionismo histórico, su recurso a la simplificación de los problemas mediante promesas sociales de más que dudosa viabilidad.

Steve Bannon, durante mucho tiempo fuente de inspiración de Donald Trump, declaró en cierta ocasión: “El miedo es una buena cosa. El miedo lleva a tomar medidas”. La manipulación del miedo al futuro se halla en la base del desafío de la extrema derecha al europeísmo, a la cultura democrática, a los instrumentos de cohesión social y convivencia política característicos de la construcción europea. La votación de junio debiera servir para defender tales valores.