Opinión | Verdiales

Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

Periodista y escritora

No me doy por vencida

Estoy agotada. Exhausta. Lo reconozco. Lo admito. Pero rechazo, con la leve ira que permite la lasitud, el sentimiento de culpa que esos verbos implican. Porque la vida no es una batalla. Es una oportunidad. Y es única, y extraordinaria

Según un estudio reciente del Grupo AXA, en los últimos años el estrés se ha disparado en España: estamos a la cabeza de Europa en sufrimiento psicológico

Según un estudio reciente del Grupo AXA, en los últimos años el estrés se ha disparado en España: estamos a la cabeza de Europa en sufrimiento psicológico / EP

Empecé a escribir este artículo mientras iba de camino a la redacción del suplemento Abril en el centro de Madrid. Desde mi casa tardo, aproximadamente, media hora que mi paso, siempre demasiado ligero a primera hora de la mañana, reduce a veinticinco minutos, veinte si debo apurarme [¿cuándo no es así?]. E iba, como digo, andando y escribiendo. Pero no en el móvil, en mi cabeza. Miento. También iba usando el teléfono.

No escuchaba música, ni un pódcast, por ejemplo, el de Grandes infelices, de Javier Peña, que me chifla [recomiendo, sobre todo, el episodio dedicado a Lucia Berlin]. Redactaba sin cesar, en el minúsculo teclado de la pantalla de mi teléfono, mensajes a diferentes destinatarios. A editores, a escritores, a libreros, a compañeros. También a mi jefe. La hiperconectividad laboral es una de las peores secuelas de la pandemia.

Iba pasando, con el dolorido dedo pulgar de mi mano derecha, de una ventanita a otra, abriendo conversaciones que casi nunca llegan lejos, como mucho unos segundos de intercambio de palabras más huecas de lo normal. En ese rápido fluir de frases, en el que conviene tener cuidado y no confundir al interlocutor, hubo una que hizo que me detuviera: “Yo estoy blanditísima”. Era de una amiga. Incapaz de contestarla, recurrí al emoticono, que es la más cobarde de las comunicaciones. No tenía tiempo, ánimo, en realidad, para abundar en aquel sentimiento que era tan suyo como mío. Tan de todas.

Un sentir colectivo

Reanudé la marcha y, a los pocos minutos, pude comprobar, sin dejar de caminar ni de mandar whatsapps, lo colectivo de ese sentir. “Después de Sant Jordi desaparezco diez días para escapar un poco de todo y tomar aire”. Así cerraba nuestra conversación una editora tras pedirme que mirara con otros ojos, los de prestar atención, a una de sus autoras. Escapar de todo. Tomar aire. La envidié. Hay días en los que yo me paso horas sin respirar.

“Perdona, hija, la tardanza, no tengo casi ni tiempo para mirar el móvil, y solamente lo miro por desgracia para el trabajo. Muchas gracias por tu recomendación. Lo leeré con gusto. A ver si encuentro un poco de tiempo en esta ajetreada vida que llevo, que llevamos todas, supongo”. Ese mensaje de voz me llegaba de otra amiga, madre de dos niños pequeños, a la que, unos días antes, le había recomendado una novela que me había gustado mucho. Tardanza. Tiempo. Trabajo. Ajetreada vida.

Sólo sé es que estoy cansada. Cansada, incluso, de estar cansada. Agotada. Exhausta, como las yeguas de la novela de Bibiana Collado Cabrera

¿Cómo hemos acabado así?, me pregunté entonces. Y supe, lo tuve claro, que había llegado el momento de poner en palabras ese agotamiento físico y, por tanto, anímico, emocional, que desde hace tiempo nos define, que da forma, pero no sentido, a lo que somos y a cómo somos, que evita que seamos lo que de verdad queremos ser, que nos aliena. “La angustia existencial derivada de la fatiga crónica”. Lo escribo y no me lo creo. Mejor, en ese caso, entrecomillarlo. Es sólo una expresión rimbombante. No sé lo que significa. Lo único que a estas alturas sé es que estoy cansada. Cansada, incluso, de estar cansada.

Culpa y escarmiento

Sí, estoy agotada. Exhausta, como las yeguas de la magnífica novela de Bibiana Collado Cabrera. Lo reconozco. Lo admito. Pero rechazo, con la leve ira, apenas perceptible, que permite la lasitud, el impepinable sentimiento de culpa que esos verbos, reconocer, admitir, implican. ¿Qué tiene de malo, personal y socialmente, aceptar que estoy superada, que la aflicción se ha apoderado de cada rincón de mi cuerpo y de mi mente, que soy yo la que me provoco mis propias contracturas, que hasta escribir me duele ya, que no llego a todo, que no puedo con todo? Nada. Y sin embargo me castigo por ello, me condeno al hastío de la permanente insatisfacción, esa que conduce a la infelicidad cotidiana. Todas lo hacemos, no escarmentamos.

Y eso que yo soy una privilegiada. No tengo hijos a los que cuidar, de los que ocuparme. Pero tengo una novela que entregar. Tengo un libro que leer. Tengo una entrevista que transcribir. Tengo un reportaje que preparar. Tengo que hacer la compra. Tengo que ir a nadar. Tengo que cocinar. Tengo que, tengo que, tengo que, tengo que, tengo que, tengo que… El deber como principio regidor de nuestras vidas, aquel que, además, las desestructura. "Don't forget to breathe (…) Just breathe". Eso canta Alexi Murdoch en una de mis canciones favoritas, a la que volví cuando, hace quince días, la ansiedad me paralizó. La presión en el pecho no ha desaparecido. Sigue ahí.

 "Más solitarios y conectados que nunca, (…) la pregunta por el sentido de lo que hacemos vuelve como manotazo entre nuestras formas de vida, entre el exceso de producción e impostura cuando la ansiedad se naturaliza como lente opaca ante la conciencia de un ver que duele. Una ansiedad que se tolera como daño colateral del privilegio de quien al menos vive y trabaja y mejor se calla ante la pobreza y mayor vulnerabilidad de los otros". Lo escribe Remedios Zafra en Frágiles (Anagrama, 2021), un ensayo lúcido e inteligente, como toda su obra.

Me doy por vencida. Me rindo. Tanto que he terminado empleando el lenguaje bélico. Pero la vida no es una batalla. Es una oportunidad. Y es única, y extraordinaria.