Música
Miqui Otero

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Escritor

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Blur no tiene quien les cante

Cuando un grupo toca frente a decenas de miles de personas en un macrofestival como Coachella no debería concluir que han venido por él

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Damon Albarn, en un momento de su concierto con Blur en un Primavera Sound.

Damon Albarn, en un momento de su concierto con Blur en un Primavera Sound. / FERRAN SENDRA

Se acercaba la medianoche del pasado sábado, día grande del californiano festival Coachella, cuando Damon Albarn, de Blur, dirigió su micrófono al público para que coreara el estribillo de una de uno de los mayores éxitos de su carrera (y de la música pop inglesa). Silencio. Bien, más que silencio, ruido indiferente. Nadie cantó. Lo volvió a intentar. Nada.

Ahí, justo en ese momento, se hizo evidente una doble crisis. La primera es industrial y artística, y tiene que ver con la dispersión del ser humano contemporáneo y con su déficit de atención en los conciertos. La segunda, íntima, pero también universal, fue la que verdaderamente azotó al líder de Blur: ahí se dio cuenta de que simplemente a toda esa multitud veinteañera (que solo diez años antes había berreado sus canciones) le era absolutamente indiferente su música. “Será mejor que cantéis porque es la última vez que venimos aquí”, dijo, entre perplejo y enfadado. Y aunque mucha gente lo ha leído como una crítica a la actitud del público y haya reaccionado rabiosa y solidariamente a ella en las redes, en realidad creo que Albarn estaba sintiendo algo muy distinto y reconocible, ante esos casi 80.000 jóvenes que podrían (él tiene 56 años) ser sus hijos o incluso sus nietos (si estos fueran producto de un embarazo adolescente en un festival así).

Vayamos con la primera crisis, la que tiene que ver con el sector de la música y con el caldo cultural actual. No podemos obviar que el concierto no era en una sala, sino en un festival. En uno, además, megalómano y con artistas de toda condición, de masivos a independientes. Cuando un grupo toca frente a decenas de miles de personas en un evento así no debería concluir que han venido por él. Decir eso es como afirmar que un turista que visita la Sagrada Familia es experto en modernismo u otro que pasea por el Prado lo es en pintura española del Siglo de Oro: los ves ahí, despistados, con sus riñoneras y móviles, caminando rápido para acabar antes, y esa imagen es muy parecida a la que vemos muchas veces en los macrofestivales de música, donde se va más por la experiencia que por las canciones, donde se va para decir que se ha ido, donde se va para que la música sea, a lo sumo, una banda sonora de las peripecias de la verdadera estrella (cada uno de los asistentes, al menos en sus móviles y redes).

Aquí no estamos ante las broncas que Adele o Beyoncé tuvieron con los fans de sus conciertos, cuando les insistían en que bajaran sus teléfonos móviles y les decían que vivieran por favor lo que tenían delante. Tampoco, obviamente, tiene nada que ver con cuando Angus Young, de ACDC, pinzó la nariz a uno que le había lanzado cerveza o cuando Keith Richards le dio tres guitarrazos a otro que importunaba mientras tocaba su gran 'hit'. O cuando el de Tool vio cómo un tipo subía al escenario y lo engañó recibiéndolo con lo que parecía un abrazo, pero que en realidad acabó siendo una llave de judo (que ejecutó sin dejar de cantar). Y mucho menos con ese otro caso de los Oasis en Canadá (por poner un ejemplo de los rivales de Blur), cuando un seguidor se fue directo a empujar a Noel Gallagher y hasta su hermano (que lo odia) salió a defenderlo a mamporros.

En todos esos casos, las quejas de los artistas o bien tenían que ver exclusivamente con el exceso de tecnología y sus nuevos usos (lo que antes eran mecheros encendidos en la balada, ahora son móviles encendidos todo el concierto), o bien eran fruto de una reacción demasiado entusiasta de ese fan del rock que ha procesado medio mal la actitud de los punks en los conciertos (pero qué público más tonto que tengo, que decía la canción), cuando se quiso poner en duda la idea de la estrella roquera la gente se dedicaba a demostrarlo lanzando latas o sipiazos al escenario.

El caso de Albarn es distinto y por eso no vemos, en realidad, enfado, sino una tristeza perpleja, una mezcla de toma de conciencia del paso del tiempo, de la propia edad, de la desconexión con el nuevo mundo. Y la vemos en vivo y en directo. No es que todo lo otro (determinada audiencia que en los conciertos va a todo menos a escuchar las canciones, azuzada por monstruos corporativos y en eventos bulímicos) no sea cierto, pero en el fondo, Damon, venga, era eso. Y lo bueno es que, después, se marcaron una versión de 'Tender' triste y alucinante, quizá precisamente por sentirse así.

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