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Emma Riverola

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Escritora

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Rodrigo Rato: cada uno en su sitio

Exigente para unos. Déspota insufrible para otros. Su desplome ha sido tan o más rutilante que su éxito pasado. Conserva su soberbia, eso sí. La del hombre que se resiste a dejar de ser intocable

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Tercer día de declaración de Rodrigo Rato

Tercer día de declaración de Rodrigo Rato / SERGIO PEREZ

 “El respeto se gana”, espetó un soberbio Rodrigo Rato (Madrid, 1949) ante el tribunal, la semana pasada. “Vamos a poner cada uno en su sitio”, remachó, señalando -con dedito incluido- a la Fiscalía. Debió parecerle al señor que su trayectoria era tan digna de mérito que las togas debían rendirse con su sola presencia. Porque ahí estaba él, el hombre que tocó el cielo económico -¿cómo debe ser ese cielo?- frente a un tribunal que contempla conducirle a un infierno carcelario de décadas de condena. Ahora se enfrenta a la que puede ser su caída más dura. Eso sí, la altivez no hay quien que se la quite. Quizá el orgullo le viene de cuna.

Las biografías hablan de una familia de reconocida tradición empresarial. Y sí, en su estirpe figuran negocios en los más variados sectores -desde la mina, la banca, la construcción o los medios- y más de un título nobiliario. Tanto el padre como la madre de Rato procedían de acaudaladas familias asturianas. Desde los años cincuenta, el matrimonio estrechó lazos con Juan de Borbón y María de las Mercedes de Borbón. Primero, durante el exilio de los abuelos de Felipe VI en Estoril. Después de 1976, en Madrid. Ambos matrimonios compartieron durante años la cena de Nochevieja. El padre de Rato lucía un brillante currículo empresarial y, también, un paso por la cárcel. Su detención, en medio del convite de boda de su hija, fue un escándalo en la élite financiera. El guion lo tiene todo para una serie dramática de política y finanzas, incluida la venganza de un hermano del dictador. Después de pasar una temporada en la cárcel, Rato padre lo tuvo claro: para hacer negocios en España se necesita el respaldo político. Su primogénito se dedicaría a los negocios familiares. El menor, Rodrigo, nuestro hombre, a la política. Y él, el patriarca, ayudaría siendo uno de los grandes financiadores de Alianza Popular.

La suerte de los dos hermanos fue desigual. La singladura económica resultó un fiasco y la fortuna familiar empezó a menguar peligrosamente. Por el contrario, la carrera de Rato fue rutilante. Licenciado en Derecho, doctor en Economía por la Universidad Complutense de Madrid y MBA por la Universidad de Berkeley (California), se convirtió en vicepresidente primero del Gobierno de José María Aznar en 1996. No le faltó apoyo familiar -ni algunos incentivos, como ese deportivo Porsche que su padre le regaló al obtener su MBA-, pero se ganó su ascenso a pulso. Durante años, se le consideró el rostro del ‘milagro económico’. Pieza imprescindible y todopoderosa del Gobierno y azote de socialistas con su verbo afilado, compitió con Rajoy para ser candidato a la presidencia en 2003, pero fue descabalgado. Dio un paso al lado y tomó impulso.

Del Gobierno a las riendas del Fondo Monetario Internacional, poca broma. El primer español en alcanzar un puesto internacional de tal envergadura: la leyenda seguía creciendo. Después de siete años abandonó el cargo alegando motivos personales. Pronto asumió la presidencia de Caja Madrid, la formación de Bankia y su salida a Bolsa y entonces, llegó, definitivamente llegó: el desplome de su línea ascendente.

El rostro de Rato, como el de España, dejó de ser el símbolo del ‘todo va bien’ para representar el grito de “No es una crisis, es una estafa’. El político que estaba al frente de Economía cuando comenzó la burbuja inmobiliaria, el economista en el FMI cuando la organización no anticipó la crisis ni su magnitud y el banquero al frente de Bankia, hasta horas antes de su rescate. Ese hombre que había sido alabado por su formación, inteligencia y habilidad, fue perdiendo los elogios para ganarse adjetivos menos amables. El de ‘rata’ fue el juego fácil de palabras. El uso de su tarjeta ‘black’ le llevó a la cárcel durante dos años y medio. No solo permitió y extendió el uso de la tarjeta opaca cuando se hizo cargo de Caja Madrid, sino que la utilizó en provecho propio. Instalado en la torre de marfil de la impunidad y la desvergüenza, el hombre que ya amasaba una fortuna gastó 99.000 euros en alcohol, arte, discotecas y clubs en lo peor de la crisis económica.

Exigente para unos. Déspota insufrible para otros. Su desplome ha sido tan o más rutilante que su éxito pasado. Conserva su soberbia, eso sí. La del hombre que se resiste a dejar de ser intocable. Ahora, la Fiscalía Anticorrupción investiga el supuesto origen ilícito de su fortuna. Una “fabulación”, dice él. Y pide respeto. Ese que agotó con su ‘black’.

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