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Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

La IA, un gran desafío democrático de futuro

La irrupción de la inteligencia artificial impacta en las aulas.

La irrupción de la inteligencia artificial impacta en las aulas. / Elisenda Pons

No pasa día sin que alguien emita una opinión tranquilizadora o perturbadora sobre la inteligencia artificial (IA), esa novísima realidad que lo mismo vale para vaticinar el apocalipsis que para proclamar la llegada de un mundo gloriosamente mejor. Lo cierto es que todo es más complicado, caben infinidad de matices en las consecuencias inherentes al desarrollo, implantación y uso masivo de la inteligencia artificial. La gran pregunta sin respuesta posible o con varias respuestas verosímiles es si la IA puede suplantar la capacidad de control que los seres humanos han tenido históricamente sobre las máquinas hasta ser ellas las que establezcan alguna forma de control sobre los humanos, una hipótesis de futuro transitada con frecuencia por la ciencia ficción. Hay incluso quienes se preguntan si cabe que la evolución de la IA llegue a dotar a las máquinas de cierta forma de conciencia y, en tal caso, si será o no preciso incluir en la complejidad de los futuros programas alguna instrucción específica que obligue a las máquinas a no desoír o soslayar nunca las instrucciones -las decisiones- de los humanos.

“Lo más preocupante es que la tecnología de la IA está controlada por multinacionales que son dictaduras, organizaciones jerárquicas, que mantienen secretos y son las que nos dicen que la IA hará que el mundo sea un paraíso. Y no tenemos ninguna capacidad de control”, declara David Renciman, profesor de la Universidad de Cambridge, en una entrevista publicada en EL PERIÓDICO el 31 de marzo. “Las grandes compañías tecnológicas ejercen una influencia económica y política superior a la de la mayoría de estados y disponen de recursos para presionar contra las normas”, opina Anu Bradford, profesora de la Universidad de Columbia, en el último número de Vanguardia Dossier. “Es verdad que ese (no tan) valiente mundo nuevo de la inteligencia artificial me inquieta profundamente y más me inquieta ver que a nuestros líderes no parece inquietarlos demasiado”, escribe en El País el novelista colombiano Juan Gabriel Vásquez.

En esos tres pareceres hay un lamento compartido, pero también el vértigo asociado a intuiciones acerca de los riesgos que puede correr la cultura democrática de la mano de un progreso tecnológico sin control democrático alguno. Desde luego, hay precedentes como la manifiesta degradación de las redes sociales, utilizadas tan a menudo para atacar la fama, el honor y la intimidad de cualquiera o erosionar su imagen en un entorno propicio para la impunidad. Casi nadie previó que las redes sociales podían tomar el rumbo que en general han tomado; muy pocos advirtieron que serían una herramienta ideal para la injerencia extranjera en asuntos políticos tan importantes como las campañas electorales o la intoxicación sin tregua de la opinión pública.

Al mismo tiempo, el paso dado por la Unión Europea al regular por ley el uso, funciones y límites de la IA acota un terreno de juego bastante preciso, aunque ninguna norma es invulnerable y está por completo a salvo de quienes quieren transgredirla. Se trata de un texto garantistas que se anticipa a potenciales distorsiones en el ámbito de los derechos de los ciudadanos y que persigue neutralizar mecanismos de exclusión, evitar la explotación de la vulnerabilidad de los usuarios y garantizar el derecho de reclamación y de recibir explicaciones por cualquier uso indebido de la IA. La orientación de la ley parte de la convicción de que solo el control democrático es capaz de evitar que un instrumento de progreso se convierta en un mecanismo encubierto de intervención sobre el libre albedrío de los ciudadanos.

Cuando se dice que la IA es la más divisiva o disruptiva de las nuevas tecnologías se parte de la convicción de que amplificará “las diferencias entre sus dueños o productores y sus consumidores”, según el enunciado de Senén Barro Ameneiro, de la Universidad de Santiago. La resolución de las Naciones Unidas aprobada por unanimidad el 21 de marzo, presentada por Estados Unidos, que exhorta a la comunidad internacional a “gobernar esa tecnología en vez de dejar que nos gobierne” es una respuesta genérica a temores y prevenciones de concreción problemática que requieren una cooperación multilateral habida cuenta el carácter vocacionalmente global de la IA. Y en el seno de esa globalidad es difícil que la unanimidad de la Asamblea General se traduzca en compromisos concretos que obliguen a todos los estados.

Trasladadas tales dificultades a la aplicación de la IA en el complejo militar-industrial crece sin límite la envergadura de los obstáculos para lograr el consenso internacional. La realidad es que los gestores de las grandes guerras en curso -Ucrania y Gaza- emplean de forma sistemática la IA, y tal recurso se ha extendido a los países no combatientes, pero con influencia en el desarrollo de los conflictos. A efectos prácticos, se trata de un arma nueva que confiere a cuantos la poseen una superioridad sobrevenida en beneficio propio y en apoyo de sus aliados. Lo que es tanto como decir que los países que disponen de ella cuentan con una superioridad estratégica poco menos que insalvable. No hay que ser un gran experto en la materia para entender que a partir de la información suministrada a la máquina, los correspondientes criterios de análisis y el cálculo de riesgos, la IA es capaz de tomar decisiones con un grado de frialdad que acaso no está al alcance de los humanos, al menos de muchos humanos. Pero, no se olvide, tal frialdad es consecuencia de las pautas seguidas por quienes han diseñado en cada caso un instrumento al que llamamos inteligencia artificial.

Lo mismo puede decirse en otros campos. “Tanto los tecnoutópicos como los tecnopesimistas parecen estar de acuerdo en que la inteligencia artificial producirá ganancias de productividad sin precedentes. Si tienen razón, no existe una respuesta política lo suficientemente fuerte como para proteger a las personas de la alienación y otras patologías asociadas con el desplazamiento repentino y generalizado del empleo”, estima Eric Posner, especialista en el análisis económico del Derecho. De muevo el control democrático es esencial para que la IA no se convierta en una empresa de selección de personal que expulse del mercado de trabajo a cuantos no encajen en alguno de los perfiles laborales que a priori parecen destinados a ser más adaptables, productivos y rentables en sociedades altamente competitivas donde el riesgo de practicar el darwinismo social siempre está ahí.

Identificados los riesgos y aceptada la necesidad de contrarrestarlos, lo que resulta estéril es declararse contrario a la IA. Equivale a poner puertas al campo, a seguir la estela de los antimaquinistas del siglo XIX, barridos por las exigencias de la revolución industrial. La IA no es por sí misma la articuladora de un futuro sombrío. Es, eso sí, un instrumento o herramienta al que hay que dejar crecer bajo tutela democrática para que no sea un territorio a oscuras que haga a las multinacionales que desarrollan la IA y a sus clientes titulares de un poder omnímodo fuera de control.