La espiral de la libreta
Olga Merino

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Periodista y escritora

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Joan Guerrero, en la despedida

¿Artista? Él lo negaba. «Soy un fotógrafo que ha querido transmitir e informar, y punto». Se marcha una mirada limpia. El poeta de la Leica. El pateador de la calle que bulle  

Muere el fotoperiodista Joan Guerrero a los 84 años

Adiós a Joan Guerrero, maestro de fotógrafos

El mar, su mar, era de color gris perla, un matiz suave del blanco y negro, marca de la casa. Una playa larga y curva, como la hoja de una hoz, la playa de Los Lances, en Tarifa, el puerto gaditano donde nació en 1940, el año del hambre —uno de ellos, mejor dicho— en el páramo de la posguerra. Un mar que olía a brea, salitre y algas. Allí, entre las dunas, jugaba con otros chavales al desembarco pirata y a hacer retratos con una cámara pergeñada con una caja de cerillas, a la que recortó el agujerito del encuadre. Hablo de Joan Guerrero Luque, claro, gran referente de la fotografía documental, que acaba de dejarnos en los primeros días de la primavera, un hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno. ¿De dónde le vino la vocación desaforada? Contaba que sus padres lo llevaron, a él y a sus cuatro hermanos, a un estudio fotográfico donde les harían el retrato para el libro de familia y la cartilla de racionamiento, y así quedó fascinado por aquel chisme que arrancaba magia a las sombras. El niño quiso fotografiar el viento, que nunca cesa en Tarifa, de levante o de poniente. Es fácil imaginarlo corriendo sin aliento por esa playa de la infancia, como el chico de ‘Los 400 golpes’, de Truffaut, en la escena final, huyendo tal vez pero sobre todo libre, hacia a la prosecución de un sueño.

Supe de la noticia por el compañero fotógrafo Julio Carbó —ambos habían formado una dupla imbatible en los últimos tiempos—, mediante un escueto wasap sin palabras apenas, un par de fechas (1940–2024) y el rostro del viejo guerrero inundado de luz. Sonriente, como si acabaras de encontrártelo en la plaza del Rellotge, la cámara al hombro, la caja de pastillas Juanola en el bolsillo, y te dijera: «Me voy un rato al Fondo, a ver qué pesco». Su fotografía era cinegética desde el respeto, o bien pesca de caña, la paciencia larga, o bien caza de gatillo rápido, el instante decisivo, lleno de frescura, nunca impostado. ¿Artista? Desde la humildad, él lo negaba con la cabeza. «Soy un fotógrafo que ha querido transmitir e informar, y punto». Un notario de la realidad. Un poeta con Leica. Un pateador de las calles que bullen, sobre todo en Santa Coloma de Gramenet, donde se afincó a finales de los años 60, y las orillas del Besòs, que «antes fue un Leteo, un río muerto de química y espumarajos», escribe Javier Pérez Andújar en el libro que hicieron juntos, ‘Milagro en Barcelona’. Los descampados de la periferia, el polvo en los zapatos y los charcos, porque entonces sí llovía a jarras.

Joan Guerrero llegó a Catalunya en ‘El Sevillano’, como tantos otros, con las manos escaldadas de haber trabajado de peón de albañil y en una fábrica de ladrillos, y aquí se abrió camino desde una fundición hasta la maestría en el fotoperiodismo, a base de tenacidad y pasión. Un autodidacta de mirada limpia. Con él se difumina también, un poco más, aquel periodismo no tan precario, sin tanta prisa, el viejo empeño de contar una pequeña verdad. Vuela bien alto, querido Juanito.   

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