Verdiales
Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

Periodista y escritora

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La grieta

Las fracturas que surgen sin darnos cuenta son las más dañinas. Van extendiéndose, en el ánimo, las relaciones... sin llamar la atención. Sin embargo, ahí están, agrietando nuestras vidas

Imagen de archivo.

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Hace ya varios años descubrí, leyendo una novela de Andrés Neuman, el arte del 'kintsugi', que repara los objetos rotos subrayando con oro sus fracturas. Esta técnica japonesa está inspirada en una suerte de filosofía estética denominada 'wabi-sabi', un término que en teoría es indefinible pero que en la práctica representa la aceptación de la vida como algo transitorio y el reconocimiento de la belleza que hay en la imperfección. Oriente y Occidente están separados físicamente por miles de kilómetros, aunque culturalmente esa distancia es todavía mayor.

Envidio la forma en la que en la cultura oriental la muerte no se oculta ni se enfrenta, se vive, por muy paradójica que pueda resultar esa expresión que une dos realidades aparentemente opuestas. No digo que se acepte, pues creo que ese es un verbo incompatible con la finitud inherente al ser humano. Pero al menos no se da la espalda a la única certeza que tenemos desde que nacemos. Al no esconderla, la relación con la muerte es más sana (otra supuesta contradicción), se naturaliza su presencia y, de ese modo, cuando llega, ya sea propia o ajena, cercana o más lejana, psicológicamente estamos más preparados para afrontarla.

Recuerdo una película titulada 'Despedidas'. Lo hago aún emocionada por la impresión que me causó, pese a que la vi hace ya bastante tiempo. En España se estrenó en 2009, pocos meses después de haber logrado el Oscar. El protagonista del filme es Daigo Kobayashi, un violonchelista que, tras quedarse sin trabajo, se ve obligado a vender su adorado instrumento y, cuando se queda sin dinero, a regresar a su pueblo natal. Una vez allí, instalado con su familia en la casa de su madre fallecida, responde a una oferta de trabajo de una empresa llamada Despedidas.

Daigo cree que es una agencia de viajes, pero al presentarse a la entrevista descubre que el trabajo consiste en preparar a los muertos para su última despedida. A pesar de su reticencia inicial, termina desempeñando la labor con la delicadeza y el cuidado que esta requiere, desde la empatía y la comprensión, mientras de fondo suena la deliciosa banda sonora de Joe Hisaishi. Toda una lección de vida cinematográfica, fácil de ver, de reconocer y hasta de elogiar y, sin embargo, bien difícil de aprender.

Pensaba en ello hace justo una semana, mientras compartía un café con la escritora Milena Busquets en Barcelona. Ella, que perdió a su padre con 17 años y a su madre hace poco más de una década, dice que nunca ha sentido nada parecido al duelo. Sus muertos están presentes en su vida, sigue manteniendo con ellos una relación que va evolucionando.

En un momento de nuestra larga conversación, se quebró, sin llegar a romperse del todo, al hablar de su madre, Esther Tusquets. Los ojos se le llenaron de lágrimas que no derramó, se quedaron allí, con ella, nutriendo la presencia de la ausencia en su vida. Y yo no pude hacer nada más que escucharla, temerosa de importunarla, de vulnerar esa frágil intimidad que tanto cuesta compartir por miedo a la exposición.

No vi aparecer la grieta que quebró su voz, que a los pocos segundos supo camuflar con una sonora carcajada. Esas fracturas, las que surgen sin que nos demos cuenta, son las más dañinas. Van extendiéndose, en el ánimo, en las relaciones de pareja, sin llamar la atención, sin que reparemos en ellas, son casi invisibles y, sin embargo, ahí están, agrietando nuestras vidas. Son las cicatrices internas, y frente a ellas no hay 'kintsugi posible'. O tal vez sí.

Quizás baste con prestar atención. Es el oro con el que podemos subrayar las grietas antes de que la fractura sea irreparable. A esa conclusión llegué en el tren de vuelta a Madrid, donde terminé 'Dorayaki', la novela en la que está basada la película 'Una pastelería en Tokio'. En la conmovedora escena final, la anciana Tokue dice: «Nacimos para ver y escuchar el mundo. No importa en qué nos convirtamos. No hace falta ser alguien en la vida. Cada uno de nosotros le da sentido a la vida de los demás». Puro 'wabi-sabi'.  

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