La espiral de la libreta
Olga Merino

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Periodista y escritora

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La matraca de la campaña infinita

El Congreso se ha convertido en un sindiós generalizado, en un palenque de gallos de pelea, donde parecen importar un pito las cosas del comer

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, interviene durante una sesión de control al Gobierno, en el Congreso de los Diputados, a 28 de febrero de 2024, en Madrid (España)

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, interviene durante una sesión de control al Gobierno, en el Congreso de los Diputados, a 28 de febrero de 2024, en Madrid (España) / Eduardo Parra - Europa Press

La noche del miércoles, después de que Pere Aragonès anunciase el estratégico adelanto electoral, soñé que lavaba platos en una especie de nave de hormigón. Fue acostarme y empezar el fregoteo. Pilas de platos pringosos que lavaba a mano con un estropajo gigante. Cuanto más aceleraba el enjabonado, más loza me traían unos individuos espectrales en carritos metálicos a rebosar. Qué angustia. Los desasosiegos del día se infiltran en la trastienda onírica, pero si bien es cierto que, en lo personal, llevo varias semanas con la sensación de que no llego a todo, de que las servidumbres se me zampan por pies, el panorama político tampoco ayuda. Elecciones otra vez. Venimos de las gallegas (febrero), y ahora se encadenan las vascas (abril), las catalanas (mayo) y las europeas (junio). A una por mes. La campaña infinita. Una matraca incesante.

Cada cuatro años los ciudadanos acudimos a las urnas con la misión de depositar en manos cualificadas la gestión de los problemas. Esto es, los salarios, que no alcanzan; la sanidad pública, a punto de reventar por las costuras; el acceso a la vivienda; la competencia de los chavales en las escuelas; o la sequía (no quiero ni imaginar la canícula que nos espera). En Catalunya, las primeras elecciones después de las epidemias, el ‘procés’ y el covid, se afrontan, creo, con infinita galbana. Seguimos aturdidos.

Mientras, en Madrid, el Congreso se ha convertido en un sindiós generalizado, en un palenque de gallos de pelea, en un figón de navajeros donde parecen importar un pito las cosas del comer. El ventilador funciona a todo trapo y solo rige el razonamiento del «y tú más». Sobre el intrincado cañamazo de la ley de amnistía, ha caído el escándalo del caso Koldo y sobre este, los tejemanejes del novio de Ayuso con las mascarillas. Aunque la responsabilidad de la presidenta en este asunto es nula, si tu churri vive en un casoplón y viene a buscarte en un Maserati Ghibli, al final coscarte te coscas. Las mujeres estamos muy acostumbradas a escanear la vida de arriba abajo, aun en la retaguardia. Hay «fruta» para todos, a tutiplén.

Se viene, pues, una campaña entremezclada y bronca, con la corrupción enseñoreada en los titulares. Bien mirado, y ya puestos, no estaría de más que se tomaran de una vez cartas en el asunto, a fondo, pues desde la fuga de Luis Roldán en 1994 se han venido encadenando una sarta de escándalos, enjuiciados en causas cada vez más delgadas, pero que funcionan con el mecanismo de siempre: regalos, dádivas y dinerito a funcionarios a cambio del trato de favor a ciertos empresarios, adjudicaciones amañadas o expedientes olvidados, una lacra que toca al PP, al PSOE, a los independentistas e incluso a la familia real. Malaya, Gürtel, Púnica, los Pujol, el Palau, los ERE andaluces, Pretoria, Nóos, Palma Arena. Pongámonos en serio de una vez. Hace un tiempo leí que la corrupción en España cuesta unos 90.000 millones de euros al año; o sea, de repartirse el monto, cada español recibiría 1.949 euritos anuales. A mí me vendrían muy bien. Para un lavaplatos tipo industrial, por ejemplo.

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