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Biden-Trump, una gran batalla cultural

Biden y Trump, candidatos a la presidencia de EEUU.

Biden y Trump, candidatos a la presidencia de EEUU.

Albert Garrido

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El anodino supermartes que confirmó que Donald Trump y Joe Biden se disputarán el 5 de noviembre la presidencia de Estados Unidos sirvió también para vislumbrar los términos del gran combate de ocho meses que se desarrollará hasta el día de las elecciones. Varios son los focos de atención que anticipan los analistas: la edad de los candidatos, la batalla cultural planteada por la extrema derecha, la predisposición de Donald Trump a desacreditar el recuento de votos si Joe Biden logra la reelección, la influencia en el comportamiento del electorado demócrata de la gestión que este último ha hecho de la guerra de Gaza y la capacidad del candidato republicano de movilizar en su contra el voto del miedo (ya sucedió en las elecciones de mitad de mandato de 2022).

El resumen de todo ello es la configuración de dos escenarios singulares, inhabituales en una elección presidencial, porque a lo dicho hay que añadir la impopularidad de los candidatos a ambos lados de la divisoria, aunque con una diferencia: Biden suscita dudas entre una parte de su electorado potencial; el culto a la personalidad de Trump ha alcanzado cotas nunca vistas en un candidato. El presidente está con un índice de aceptación por debajo del 40% mientras su adversario viste sin rubor los ropajes del líder predestinado que ha de restaurar la grandeza de Estados Unidos, cocinado todo con los lapsus linguae del inquilino de la Casa Blanca y la verborrea agresiva de su rival. Caracterizados ambos por una insólita capacidad para enervar a quienes no comulgan con sus ideas.

Para el acreditado analista Walter Shapiro, profesor en la Universidad de Yale, el mayor problema de Biden y sus asesores es demostrar que “los siete mandatos en el Senado le han dado una capacidad sobrenatural para negociar compromisos”. Es insuficiente, dice Shapiro en un artículo publicado en The New Republic, que la Casa Blanca difunda el mensaje de que es “capaz de realizar el trabajo”. Hace falta algo más para que los errores atribuidos a la edad (81 años) no sean un argumento recurrente para desacreditar su capacidad para seguir al frente de la nave, un recurso de un oportunismo manifiesto porque Trump es solo tres años más joven. El escritor Evan Osnos, que se entrevistó con Biden en la Casa Blanca, transmitió la imagen de un presidente con “la voz fina y entrecortada” y la gestualidad ralentizada, pero con su capacidad intelectual intacta: “En nuestra conversación, su mente parecía no haber cambiado. Nunca equivocó un nombre o una fecha”. Pero tales apreciaciones son del todo insuficientes para llegar a noviembre listo para competir por la reelección.

Las encuestas confieren ahora mismo a Trump una ventaja de no menos de cinco puntos frente a Biden. Pero ese dato no aclara gran cosa la situación de los contendientes porque está por ver cuál será el comportamiento de los electores preocupados de ambos bandos. Hay que ver hasta qué punto los votos en blanco cosechados por el presidente en las primarias son un vaticinio de futuras deserciones el 5 de noviembre; está por aclarar qué comportamiento pueden tener los electores republicanos que han votado a Nikki Haley en las primarias hasta abandonar -alrededor del 20%- y creen llegada la hora de parar los pies a Trump, votando quizá al candidato demócrata -improbable- o quedándose en casa. Porque es un hecho que una minoría conservadora entiende que el expresidente ha cruzado todas las líneas rojas y no oculta su temor de que su regreso al puente de mando dañe sin remedio las convenciones democráticas.

La otra gran incógnita es saber hasta dónde puede condicionar el resultado el voto del miedo. En las elecciones de 2020 y en las de 2022 tuvo una influencia decisiva en el resultado: esto es, Donald Trump fue un gran movilizador sobrevenido del voto demócrata. Algo que no sucede con Joe Biden, que es objeto de desprecio más que de temor en el campo conservador (mejor, ultraconservador). En ese voto contra se sustancia la batalla cultural, esa preocupación por la posible pérdida de algo sustancial en la cultura democrática, en los rasgos distintivos de un sistema que ni siquiera los neocon en su momento de mayor auge e influencia pusieron en riesgo. Algo venenoso dejó emponzoñado el ambiente desde que el 6 de enero de 2021 una multitud alentada por Trump asaltó el Congreso para impedir la proclamación de la victoria de Biden; esa sombra de golpe de Estado, ese intento de violentar la voluntad popular no ha caído en el olvido, sino que se aparece como un espectro todos los días con la demagogia grandilocuente del aspirante republicano.

En la tradición política de Estados Unidos están muy extendidas hasta la fecha una serie de convicciones democráticas. Una de ellas es que lo que sale de las urnas y certifican funcionarios públicos autorizados para ello no se pone en discusión. Ni siquiera el recuento bajo sospecha en Florida que en 2000 dio la victoria a George W. Bush frente a Al Gore, aunque tuvieran cabida toda clase de dudas, rompió la confianza en los procedimientos. Nunca nadie ha discutido la legitimidad de una elección presidencial cuando el ganador no ha sido el candidato más votado -caso de Donald Trump en 2016, por ejemplo- y nunca nadie ha discutido la autoridad del Congreso para proclamar al ganador. Nada de todo eso está hoy garantizado y está justificado, en cambio, el temor de que Trump se envuelva en la bandera y reclame para sí la victoria aunque el recuento no se la otorgue.

En la campaña de la elección presidencial en Francia de 1974, uno de los asesores de Valéry Giscard d’Estaing, que resultó vencedor, sostuvo durante una cena con periodistas que el voto contra alguien carece de sentido en una sociedad bien articulada porque es un voto que no obedece a una convicción política (podía haber dicho a una opción ideológica). Pero ese es el terreno de juego en el que se jugará en parte la elección de noviembre, porque también en las filas conservadoras operará el voto del miedo, el miedo a quien, a su juicio, hace imposible que se cumpla el eslogan de Trump: Make America Great Again. Es difícil dar con un ambiente más desalentador.