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La muerte de Navalni, un crimen sin castigo a la vista

Reacciones a la muerte del líder opositor ruso: Aleksei Navalni

Reacciones a la muerte del líder opositor ruso: Aleksei Navalni / FRANCK ROBICHON/EFE

Albert Garrido

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La fetidez de la corrupción, la arbitrariedad y el desprecio por los derechos humanos se desparrama sobre toda Rusia desde el penal en el Ártico donde murió Alekséi Navalni y deja desnudo a un régimen que ha convertido en costumbre la persecución y aniquilación física de sus adversarios. La resistencia de las autoridades a entregar el cadáver a sus familiares, el silencio de Vladimir Putin, la imposibilidad de realizar una necropsia independiente que permita aclarar las causas de la muerte y la sospecha más que justificada de que la comunidad internacional se halla ante un crimen de Estado, todo ello unido y sopesado, transmite la imagen de un régimen totalitario, plegado a la lógica de un autócrata sin escrúpulos, un antiguo espía educado en la escuela del KGB. La complicidad de los oligarcas en el sostenimiento de ese régimen de terror extremo configura las líneas maestras de un sistema económico que ha hecho inmensamente rica a una minoría educada en su adolescencia y juventud en el crisol de la decadencia de la URSS y tiene en Putin al primer protector de sus negocios opacos.

Cuando el exprimer ministro de Suecia Carl Bildt rinde homenaje a Navalni en un artículo llenó de serena gratitud por el ejemplo de determinación y resistencia del último líder de la posición dentro de Rusia, hace dos afirmaciones igualmente inquietantes. La primera es que el legado de Navalni sobrevivirá, “instalando el miedo en el régimen corrupto de Vladimir Putin”; la segunda es que quizá nunca sepamos cómo y por qué murió quien el Kremlin identificó como su gran adversario. Se trata de dos asertos perturbadores habida cuenta la tendencia a las soluciones expeditivas a las que propenden los autócratas si se sienten amenazados y, no menos importante, es más que una posibilidad que una vez más la opinión pública rusa sea víctima propiciatoria de la propaganda, de la manipulación de los datos y de la construcción desde el poder de una realidad o versión alternativa.

Las consecuencias de esa muerte sin esclarecer, de ese asesinato apenas encubierto por el portavoz del Kremlin, podrían ser enormes, pero quizá no lo sean tanto, sujetas las reacciones a las exigencias de las realpolitik. La analista Sylvie Kauffmann en el diario Le Monde se remite al impacto que tuvo la intervención de Volodimir Zelenski en la Conferencia sobre Seguridad de Múnich, el pasado fin de semana, pero se pregunta cómo es posible traducir en hechos la necesidad imperativa de castigar a Putin. Recuerda Kauffmann que el presidente Joe Biden avisó de “consecuencias devastadoras” si Navalni moría en prisión, pero también evoca la amenaza de Barack Obama si Bashar al Asad utilizaba armas químicas: las utilizó y nada especialmente diferente sucedió al día siguiente en la guerra civil de Siria.

Es así como se afianza la sensación de que la muerte del preso es un crimen sin castigo posible o a la vista. Al mismo tiempo, es un suceso útil para alimentar la demagogia grotesca de personajes como Donald Trump, que compara las causas que siguen contra él diferentes tribunales con la persecución política de la que ha sido víctima Alekséi Navalni. “Nos estamos convirtiendo en un país comunista en muchos sentidos”, clama el expresidente en Fox News, pero no ha pronunciado una sola palabra de condena por la muerte de Navalni, como si realmente su relación con el régimen ruso tuviese un carácter inconfesable, insostenible en público. Como si su convencimiento de que es capaz de acabar con la guerra de Ucrania en 24 horas tenga tanto que ver con su disposición a entregar a Rusia las llaves del país invadido como de desentenderse de la seguridad europea.

A mediados de los años 90, un diplomático ruso destinado en París adelantó un pronóstico en petit comité: solo es factible a la larga una salida autoritaria a la crisis. La susodicha crisis era la presidencia de Boris Yeltsin, la caída en picado de la influencia de Rusia, de una economía en ruinas, de una ineficacia extrema y una corrupción rampante. La salida autoritaria fue la elección por Yeltsin de Putin para sacar al país del marasmo, para salir al paso del mundo unipolar que siguió al desmembramiento de la Unión Soviética. El antiguo funcionario del KGB llegó al Kremlin con el alma añorante de las grandezas soviéticas, el desprecio por el proceso democrático y la exaltación de un nacionalismo de corte imperial, expansivo, destinado a reverdecer los laureles del pasado. En esa maniobra de adoctrinamiento y alineamiento de la opinión pública desempeñó un papel esencial el recuerdo de la gloria de los zares, del imperio inabarcable, de la construcción de un Estado nuevo y con influencia planetaria a partir de la Segunda Guerra Mundial, una operación que contó con la inestimable ayuda del patriarca de Moscú, que resucitó la idea de la santa Rusia.

Occidente prestó poca atención a la etiología del programa de Putin o creyó poderlo domeñar, acotarlo a su propio proyecto de expansión de la OTAN hacia el Este. Fue un mayúsculo error de cálculo: a partir de la breve guerra de Georgia (verano de 2008) no cupieron grandes dudas de que Rusia actuaba con su propio libro de ruta. Como señala el historiador Orlando Figes en uno de sus libros, la necesidad de disponer de un régimen autocrático para gobernar un territorio inmenso, la sacralización de la figura del zar y el culto al líder predestinado fijaron en el pasado y fijan hoy el rumbo de un Estado que se debate entre la herencia europea y la asiática. En ese entorno histórico, figuras como Navalni tienen dificultades para aglutinar grandes auditorios sin recurrir a las proclamas propias de un nacionalismo exaltado.

El hecho es que dentro de los límites de Rusia no queda en pie una auténtica oposición. Existe la que ejerce como tal en la Duma, pero es una oposición domesticada, dispuesta a secundar a Putin en lo que convenga, que participa de las reglas del juego que el establishment ha señalado de obligado cumplimiento. Hay otra oposición en el exterior, y cuando la viuda de Alekséi Navalni pide a la Unión Europea que desacredite la elección presidencial del próximo mes en Rusia, que confirmará a Putin al frente de las operaciones otros seis años, aplica al caso la lógica de las reglas de la democracia, pero esos requisitos no rigen ni forman parte de las preocupaciones del potencial sujeto a descrédito. Porque el único imperativo categórico que se cumple sin reservas en los salones del poder en Moscú es aquel que se atiene a los designios de Putin y sus secuaces.