Desayuno con sapos
Los que cada mañana hay que tragar con el cruasán y el complejo vitamínico son de distinto tamaño pero siempre indigestos y viscosos
Valentí Puig
Escritor y periodista.
Tragarse un sapo todas las mañanas es -según dicen- el adiestramiento fundamental de un político. No es una originalidad si consideramos que la ciudadanía que no vive de la política a menudo también desayuna con los sapos que el desbarajuste general les pone en la taza de café. En la debida proporción para quien gobierna y para quien hace oposición, en estos últimos tiempos el sapo en el desayuno de Pedro Sánchez y de Núñez Feijóo se llama Puigdemont.
Según la propensión política de cada uno, hay muchos otros sapos. Pueden ser la CIA, el ministro Marlaska, Vox o Podemos, Trump, Putin, el Estado de Israel, los ayatolás, el vecino del quinto que es animalista y maltrata a su perro, los camioneros o los tractoristas, el precio de aceite, la mentira y la demagogia, la guerra, el terrorismo de Hamás, Eurovisión. Esos sapos llegan por WhatsApp como una cucharada de mermelada agria. Para un político el peor sapo es el cese o la patada hacia arriba.
En una sus máximas afiladas, fue Chamfort, criatura sarcástica de la Revolución Francesa, quien dejó escrito que sería preciso tragarse un sapo todas las mañanas, para no ver ya “otra cosa más repugnante en todo el día que tenía que pasar en sociedad”. Esa es una tesis homeopática. Y también de un cierto rencor. Es el resentimiento que a veces incuba revoluciones más que la igualdad o la fraternidad.
Los sapos que por la mañana hay que tragar con el cruasán y el complejo vitamínico son de distinto tamaño pero siempre indigestos y viscosos. Su ingestión obligada probablemente sea una ley que proviene de una experiencia humana muy contrastada y la prueba es que perdura en el tiempo y en casi todas las épocas en las que ha habido libertad de elección.
La ventaja del sistema democrático es que podemos ratificar o sustituir en las urnas a quien esté gobernando. Es decir, poder elegir los sapos que nos parecen menos desagradables. Entonces se da la oportunidad, poco aprovechada, de pensar qué es lo mejor –o lo menos malo- para votar aunque a veces lo hagamos impulsados más por prejuicios que por razones.
Aunque jacobino, Chamfort acabó en la cárcel por oponerse al terror de Robespierre. Intentó suicidarse dos veces, con pistola y con un cortapapeles. También escribió sobre las épocas en las que la opinión pública es la peor de todas las opiniones. Es realidad, ya no sabemos muy bien qué es la opinión pública. ¿Le dan forma la red X, las cátedras 'podemitas' o los 'influencers' a tanto la pieza? Sin un cierto respeto a la palabra no hay opinión pública que tenga consistencia. Además del daño que hace el periodismo sensacionalista, la democracia de opinión se ha convertido en un aquí te pillo aquí te cojo. ¿Por qué no mirar los mapas o consultar la enciclopedia antes de opinar sobre Oriente Próximo? Informarse antes de opinar contribuye a la prudencia colectiva y ayuda a distinguir entre sapos antipáticos y sapos venenosos. Aligerarnos de demagogia no sería el peor de los desayunos.
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