Una tragicomedia de amor e inquilinato
De los pisos convertidos en pensión y otras delicias de la vida corriente
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Hay días en que el común de los mortales sale, salimos, del portal como la actriz Mary Santpere, encogida y santiguándose, o José Luis López Vázquez, con un matiz melancólico en la mirada, de cómico tristón. El fenómeno se extiende como el microplástico por todas las capitales de provincia, al menos las más turísticas; un no sé qué de desposesión, un tizne invisible, la inercia de un cambio que va arrumbando la esencia de la ciudad en el desván de los trastos viejos.
Los más veteranos tal vez recuerden la película ‘El pisito’ (1959), de Marco Ferreri, inspirada en la novela homónima de Rafael Azcona, una tragicomedia de amor e inquilinato. En el filme, José Luis López Vázquez (Rodolfo) y su cabreo perenne viven realquilados en el domicilio de doña Martina, una abuela nonagenaria, junto con otros dos convecinos. Rodolfo forma con Petrita (Mary Carrillo) una pareja de novios mustios a quienes se les está pasando el arroz. Llevan 12 años saliendo juntos. No tienen un duro para casarse ni para alquilar un inmueble, hasta que urden una astucia más turbia que un aguafuerte goyesco: que Rodolfo se case con la vieja en la esperanza de que casque pronto y ambos puedan heredar los derechos de inquilinato.
Casas de huéspedes
Fueron décadas muy ásperas las de la posguerra, recuerdan los mayores. Quien más quien menos tuvo que acomodarse en una casa de huéspedes o realquilar una habitación (en Catalunya se decía vivir ‘de mestressa’), escenario este que alentó no pocas películas y alguna novela interesante, como ‘Los enanos’, de Concha Alós, ambientada en una pensión barcelonesa, un piso «grande como un mastodonte huesudo, lleno de pasillos y habitaciones oscuras». Colchones de paja y gatuperios guisados en infiernillos.
El invento, parecido a la ‘kommunalka’ soviética de hace un siglo, es más viejo que el hilo negro, pero, mira por dónde, aflora de nuevo con una etiqueta distinta: ahora lo llaman ‘coliving’, en una torsión prodigiosa del lenguaje. Los portales inmobiliarios anuncian habitaciones a precios aspaventosos, con cocina y baño compartidos. Es la moda, dividir el piso en múltiples estancias con el fin de arrendarlas exprimiendo su rentabilidad; en unos casos, como vía de escape para eludir la ley de Vivienda y los topes al alquiler en las zonas tensionadas; en otros, se trata de jubilados que alquilan un cuarto para hacer frente a los gastos rampantes del día a día.
Cuentan que en la infinita posguerra los apagones eran muy frecuentes, y ahora, si se permite el sarcasmo, pende la amenaza de los cortes de agua en una Catalunya seca y sobresaturada de turistas, quienes gastan entre tres y cinco veces más que los vecinos de a pie. El otro día los de ‘El Mundo Today’ hacían guasa al respecto: la Generalitat, decían, recomienda a los catalanes que engatusen a los turistas para poder ir a su hotel a ducharse (nos darán clases de seducción gratuitas). El espantajo de la sequía venía amenazando mientras el Govern estaba a por uvas.
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