Cambio climático

La transición moral

La Unión Europea ha sellado en 2022 y 2023 una hoja de ruta ambiciosa y creíble de aquí a 2030

Contaminación atmosférica

Contaminación atmosférica / Getty

Emilio Trigueros

Emilio Trigueros

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

La transición energética es una historia de acuerdos. El más importante, sin duda, fue el de París en 2015. Llegó después de numerosos intentos frustrados y consiguió plasmar, en una carta común, dos dimensiones clave para un reparto justo de las inversiones en la lucha contra el cambio climático: la histórica y la geográfica. En la dimensión histórica, los países más adelantados aceptaban una responsabilidad en la reducción de emisiones muy superior a los de industrialización más reciente, como China. En la dimensión geográfica, aquellos países que, en parte por su medio natural adverso, sufren un mayor atraso, dispondrían todavía de un margen de crecimiento en sus emisiones. El acuerdo de París conformó, aunque no suela describirse así, una suerte de carta de navegación moral.

El siguiente gran salto llegó en 2019, con la ola de activismo que elevó el clima a lo más alto de la agenda mundial. Ser verde, por resumirlo, pasó a estar de moda; una buena noticia, entre otras cosas, porque estar de moda en la conversación global financiera es una condición necesaria para que las inversiones climáticas salgan adelante. Las disputas por recursos y las trincheras de intereses no van a desaparecer, y nadie promete un panorama idílico en el camino hacia el Cero Neto en 2050. Pero, visto con objetividad, la integración financiera global es un activo imprescindible para que la capacidad industrial de producir paneles solares, aerogeneradores o equipos eficientes crezca. Y es un activo necesario, aunque adolezca de una cierta falla moral: inversiones, rentas, garantías y contratos no entienden del bien común, sino que son, en el mejor de los casos, neutros, y en el peor, amorales. El capitalismo occidental, seamos claros, no tiene una gran tarjeta de presentación ética ante el Sur global.

Dicho esto, volvamos un momento a la esperanza. A menudo la perdemos por atender más a los incendiarios de conflictos que al horizonte que compartimos. La Unión Europea ha sellado en 2022 y 2023 una hoja de ruta ambiciosa y creíble de aquí a 2030. China tiene un compromiso internacional inequívoco de empezar a reducir emisiones antes de 2030. El programa inversor de Estados Unidos se ha hecho igualmente omnipresente para el desarrollo tecnológico de la transición verde. Las últimas cumbres climáticas en Egipto y los Emiratos han consolidado el papel protagonista que los países árabes tienen y mantendrán en la provisión de energía cotidiana al planeta. Y las empresas de todos los continentes que aseguran el suministro hoy mientras invierten en la nueva energía del mañana son, ya parece claro, parte de la solución.

Todas estas dimensiones histórica, geográfica, financiera y tecnológica que entrelazan a países y personas del globo deberían adquirir una urdimbre moral. En juego están la necesidad de luz, calor o desplazamiento de cada ciudadano; la Tierra en la que vivirán nuestros hijos; un diálogo global que tenga la consideración de bien público. O nos entendemos y caminamos juntos, o perderemos el mapa de nuestra humanidad común.