PISA y la cultura del esfuerzo
Se ha tendido cada vez más a una devaluación de la cultura del esfuerzo en los procesos de aprendizaje y a un exceso de protagonismo de la gamificación en esos procesos
Astrid Barrio
Profesora de Ciencia Política de la Universitat de València. Miembro del Comité Editorial de EL PERIÓDICO
El informe PISA de 2022, el primero de la era pospandemia recientemente presentado, arroja unos malos resultados a nivel global, pésimos a nivel estatal y claramente alarmantes en el caso de Catalunya. Obviamente en ninguno de los casos el retroceso de los escolares es atribuible a una única causa ya que la propia pandemia, la pluralidad cultural y lingüística existente en muchas aulas, la persistencia de desigualdades en su seno y entre los centros educativos públicos y privados y la falta de recursos para revertirlas, la introducción masiva y no siempre útil y justificada de las nuevas tecnologías en los procesos de aprendizaje, los abundantes cambios normativos o la devaluación del papel de los maestros son algunas de las múltiples razones que pueden ayudar a explicar el retroceso.
A mi modo de ver, sin embargo, y sin minimizar la importancia de las anteriores hay una razón de fondo que incide en el declive y que tiene que ver con la adopción de una determinada concepción de la educación que se ha ido imponiendo en contraposición a la clásica idea de la letra con sangre entra tan gráficamente plasmada por Goya en su 'Escena de escuela'. En lo que probablemente ha constituido un abuso flagrante y contraproducente de algunos modernos métodos educativos se ha tendido cada vez más a una devaluación de la cultura del esfuerzo en los procesos de aprendizaje y a un exceso de protagonismo de la gamificación en esos procesos que no solo han trasladado la idea de que para aprender hay que divertirse sino de la que erróneamente se ha deducido que eso implica la ley del mínimo esfuerzo.
Y esta desoladora concepción ha impregnado todos los niveles educativos como ilustra el hecho de que en una oposición a la que concurrí recientemente para optar a una plaza de profesor universitario en la UB un miembro del tribunal me afeó que para impartir una asignatura de la especialidad de Teoría Política solo utilizase libros como material didáctico. Mi sorpresa fue mayúscula y no solo porque no se me ocurre mejor manera de aproximarse al estudio de los textos clásicos que leyendo textos clásicos, sino porque la crítica exudaba la idea de que leer libros supone un aburrido y mayúsculo esfuerzo del que hay que librar a los estudiantes universitarios y de la que se deducía la necesidad de introducir materiales en otro tipo de soportes, no necesariamente más útiles pero sí con un mayor componente lúdico -cómo si leer no fuese un placer- que pudiese resultar más atractivas para las nuevas generaciones nativas digitales. El patrón es el mismo: aprender con un mayor nivel de diversión y con un menor nivel de esfuerzo.
Pero esta máxima no siempre es cierta. Hay que decir la verdad y es que como todo en la vida, aprender exige esfuerzo, me atrevería a decir incluso que mucho esfuerzo, que no sangre. Y que los esfuerzos, aunque en este caso tengan como recompensa el conocimiento, no siempre son divertidos.
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