Escritor
Josep Maria Fonalleras
Escritor
Difuntos y poemas
El poema de William Stanley Marwin habla de una madre que dice adiós y que enseña al hijo que, al final, todo irá bien, aunque se quede solo
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Escribo esta columna poco antes del Día de los Muertos. Lo hago en la terraza de mi piso, justo en ese preciso instante (nada, dura poco) donde percibes que la luz se agota y que no tardará mucho en llegar el inicio de la oscuridad. Todavía hace buen tiempo y puedo escribir aquí. Si no me apresuro, tendré que entrar en el comedor y acabar con luz artificial. Recibo un mensaje de Jaume Subirana, poeta, amigo, que es quien fleta la nave que hace llegar a mi puerto un buen cargamento del conocimiento poético que tengo. En el mensaje, tras regresar del tanatorio (la muerte de un familiar), habla de un poeta americano del que no sabía nada, William Stanley Merwin. Vivió un tiempo en Mallorca y murió en Hawái, en una finca que formaba parte de una plantación de piñas tropicales, mientras dormía. El poema que Jaume me da a conocer se llama 'Rain light' y habla de una madre que dice adiós y que enseña al hijo que, al final, todo irá bien, aunque se quede solo. Que la lluvia hará renacer un mosaico de colores limpios que están ahí desde siempre. Y que se despiertan sin hacer preguntas, "aunque el mundo entero esté ardiendo". Me reconforta, esta tarde, poco antes del Día de los Muertos (que no es el Día de Todos los Santos, como todo el mundo piensa, más festivo y con calabazas y disfraces por todas partes, sino el jueves, un día gris esencialmente, el 2 de noviembre), porque habla de la continuidad de las cosas, de la pervivencia de la naturaleza, más allá de la oscuridad de la muerte. Y pienso, esta tarde, con una oscuridad aún repentina (cuesta acostumbrarse, en los primeros días, al horario del invierno), en los poemas que me han acompañado en circunstancias similares. En aquel "silencio de los muertos" de Vinyoli, y en la necesidad de tener cerca algo suyo; en el lamento irrefutable, casi irascible, de Auden cuando evoca al amigo y hace detener todos los relojes. Incluso me viene a la cabeza “esa hora de temor” de Maragall, que leí por primera vez en el recordatorio de mi abuelo Sidro.
O un poema (también me lo descubre Jaume, que lo ha traducido) de Billy Collins, 'Cumpleaños'. Se imagina a un bebé nacido el mismo día de la muerte de un amigo. Cada una de las fiestas de aquel "chico imaginado" serían "secretos memoriales tuyos", hasta el día en que "nadie seguiría vivo". Pienso también, ahora que ya es de noche y está lloviendo, en los alejandrinos de Carner que leí cuando murió mi madre. “Entonces, el membrillo, que envejeció en la rama, / en el cajón perfuma nuestra ropa blanca”, dice el poema. Ella se llamaba así, Codony.
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