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Estados Unidos se encamina hacia una elección anormal

El expresidente estadounidense Donald Trump.

El expresidente estadounidense Donald Trump. / Europa Press/Contacto/Joshua Boucher

Albert Garrido

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Es algo insólito el hecho de que el aspirante republicano con más posibilidades de ser el candidato del partido a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, tenga que enfrentar hasta la fecha 91 cargos por la comisión de graves delitos, una anormalidad política que otorga a la elección de noviembre de 2024 un carácter excepcional. Herbert Kitschelt, un politólogo de la Universidad de Duke, sostiene que la próxima elección presidencial es la más importante desde 1860 -victoria de Abraham Lincoln- porque en ella estará en juego el futuro de Estados Unidos como democracia. Y el veterano analista Thomas B. Edsall, con una columna semanal en The New York Times, después de aportar una sólida relación que datos demográficos y sociológicos que se diría favorables a la reelección de Joe Biden, concluye que, habida cuenta la excepcionalidad del lance, lo que en otra situación solo podría interpretarse como “la balanza inclinada a favor de los demócratas” en este caso obliga a la cautela porque “estos no son tiempos normales”.

Dos datos de entre otros muchos perjudican a Trump. El primero es pura estadística: alrededor de 13 millones de ciudadanos adultos habrán muerto entre 2020 y 2024, correspondientes a un segmento de población que se inclinó mayoritariamente por la reelección. Es tanto como decir, según los cálculos de Edsall, que puede aumentar en aproximadamente 1,2 millones de papeletas el margen del voto popular nacional para Biden. El segundo dato es de índole sociológica: el envejecimiento del electorado favorece al presidente porque se da en un contexto de crecimiento del electorado de entre 18 y 42 años, con fuertes convicciones liberales y demócratas.

Otros ingredientes relevantes en las tendencias que se derivan del resultado de las últimas elecciones de mitad de mandato (noviembre de 2022) son el crecimiento del voto demócrata entre las mujeres, el fracaso de la mayoría de candidatos en aquella cita promovidos específicamente por Trump y el desplazamiento de profesionales jóvenes a estados tradicionalmente conservadores con el consiguiente reflejo en el resultado de las elecciones. Y, sin embargo, nada de lo antedicho parece definitivo para pensar que Biden llegará a noviembre del próximo año con una razonable ventaja porque está por ver qué repercusión tienen las diligencias judiciales en curso contra el hijo del presidente, porque es pronto para medir el desgaste político que puede suponer el impeachment puesto en marcha por los republicanos y su posible efecto en las urnas.

Los signos de anormalidad que se acumulan en la mesa de los estrategas de ambos partidos se completan con lo que un editorialista ha llamado “la proliferación de un léxico nuevo y divisivo”. Así MAGA (Make America Great Again), el eslogan de cabecera de Trump; así woke (despierto, alerta), que ha mutado en algo así como progre y que la derecha aplica a liberales, progresistas, defensores de los derechos de la comunidad LGTBI y otros colectivos que no comulgan con la prédica de Trump. Un cambio social sustancial que ha contribuido a afianzar dos perfiles concretos de votantes con una gran capacidad de movilización política. Demócratas y republicanos han contribuido a esa simplificación en dos arquetipos que quizá no eran tan concluyentes desde los días de la guerra de Vietnam.

Esa clase de divisiones no son muy saludables en ningún país, y Estados Unidos no es una excepción. El resultado inmediato es la radicalización de posiciones, la exuberancia de las descalificaciones cruzadas y la intoxicación de una opinión pública sometida muy a menudo a los mensajes destemplados de las redes sociales, que Trump utiliza con enorme eficacia. Muchos de esos comportamientos obedecen a la certidumbre de que la victoria del adversario es algo más que una derrota momentánea del bando propio; cunde la impresión de que se afianza una situación irreversible en la que los perdedores nunca volverán a ganar. El politólogo Gary Jacobson recurre al concepto “derrota excluyente para siempre”.

En la compleja realidad de Estados Unidos, que en solo treinta años ha pasado de la euforia de la hiperpotencia vencedora de la guerra fría a la disputa por la hegemonía con China, el desafío ruso y la certificación de un multilateralismo de consecuencias inciertas, la simplificación de los mensajes políticos es campo abonado para abundar en esa división sin tregua. Cada vez que Donald Trump proclama que le robaron la reelección en 2020 enardece a una fracción de la opinión pública que se cree víctima de una estafa; cada vez que un juez abre causa contra el presidente, el grueso de sus adeptos entiende que son el objetivo de una persecución política, aunque se trate de piezas fundamentadas con visos de ajustarse a la realidad. En todo caso, nada es lo que era desde el 6 de enero de 2021 -asalto al Congreso- porque allí, por primera vez, de forma fehaciente, se concretó una prueba precisa de qué estará en juego en la elección de 2024: el sistema democrático; si se quiere, la fractura social definitiva sea quien sea el ganador.

A principios de 2017, el periódico The Washington Post incorporó en la cabecera el lema La democracia muere en la oscuridad. Lo hizo porque Donald Trump se había instalado en la Casa Blanca y estimó que era necesario alzar la voz frente a los manejos de un poder tan poco convencional y excluyente, antítesis de los usos democráticos, la transversalidad y el respeto debido al adversario. A poco más de un año vista, persiste el mismo riesgo de que la oscuridad opaque la democracia, según es fácil deducir del contenido del último debate entre candidatos a las primarias republicanas. Porque aunque Ron DeSantis, gobernador de Florida, dijo que Trump estaba “desaparecido en combate” por su ausencia del plató, dejó claro que es uno de los émulos con más títulos del expresidente, menos grosero en las formas, quizá, pero igualmente aguerrido en su proyecto de regresión democrática. Él y sus acompañantes en el coloquio son la prueba irrefutable de que la colonización del Partido Republicano por la extrema derecha es irreversible porque el conservadurismo clásico ha dejado de tener alguien que le represente.