Caleidoscopio

El beso

Por si tenía alguna duda sobre de qué debo alegrarme o entristecerme para no ser un mal español, la celebración del campeonato femenino de fútbol por parte del presidente de la Federación Española me las ha despejado todas

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Luis Rubiales, con Jennifer Hermoso.

Luis Rubiales, con Jennifer Hermoso. / Hannah Mckay / PIM

Julio Llamazares

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Como soy poco patriota, no me he alegrado del triunfo de las futbolistas españolas en la Copa del Mundo de fútbol femenino que se ha disputado entre Nueva Zelanda y Australia estos días; quiero decir que no me he alegrado más que si hubieran ganado las inglesas, las suecas o las estadounidenses. Es más, confieso que a veces he deseado que ganaran nuestras rivales ante el patrioterismo con el que la gente de este país suele acompañar el desarrollo de cualquier competición, comenzando por los periodistas encargados de retransmitirlas.

El patriotismo deportivo es quizá una de las manifestaciones más absurdas de ese extraño sentimiento que hace que los nacionales de un país se identifiquen con él aun a costa de excluir a los demás. Que se considere a unos deportistas detentadores de su representación es algo tan infantil que debería hacer sicoanalizarse a la sociedad que cree que si sus deportistas triunfan lo hace el país entero y, al revés, si fracasan fracasa este también. No digamos ya cuando en el empeño porque sus deportistas demuestren al mundo su superioridad les dopan, como hicieron algunas naciones durante décadas. Cuando un atleta corre más que sus competidores lo único que demuestra es que corre más que sus competidores, no que sea superior, e igual sucede con los que saltan, lanzan el disco o la jabalina o juegan al fútbol. Que se alegren sus familiares y amigos de sus victorias me parece normal, pero ¿por qué me tengo que alegrar yo si no los conozco? ¿Porque llevo un pasaporte del mismo país que el de ellos?

Mostrarte apátrida deportivo, sin embargo, es motivo suficiente para que te consideren un bicho raro, incluso un antipatriota, que es un delito gravísimo para según qué personas. Que no te alegres de que un compatriota gane en su especialidad atlética o no te entristezca que otro pierda una prueba de fórmula 1 o un partido de tenis te convierte en sospechoso de no amar a tu país y por tanto en antiespañol. Da igual que pagues tus impuestos, colabores a su progreso con tu trabajo y esfuerzo, participes de su vida pública y respetes sus leyes, nada te librará de ser considerado un antipatriota si no te emocionas al ver a una chica de Huelva jugar mejor al bádminton que su competidora china o a un cubano nacionalizado español correr más rápido que sus adversarios. Hasta los catalanes y los vascos que celebran las victorias colectivas ondeando sus banderas en vez de la nacional merecen mejor consideración para alguna gente que los apátridas deportivos, esos antiespañoles que no solo no celebramos los éxitos de nuestros compatriotas sino que nos avergonzamos de ver a nuestros vecinos, incluidos aquellos que desconocen las normas más elementales del juego, berrear y saltar envueltos en banderas porque unas futbolistas han ganado una competición, prueba de nuestra superioridad.

Pero, por si tenía alguna duda sobre de qué debo alegrarme o entristecerme para no ser un mal español, la celebración del campeonato femenino de fútbol por parte del presidente de la Federación Española, un tipo con pinta de guardaespaldas, me las ha despejado todas. Lo que era un éxito deportivo y -para muchos- un paso más en la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres ha quedado reducido a motivo de polémica a causa del beso que dio en los labios a una de las jugadoras durante la celebración del triunfo ante la sorpresa de la futbolista. De fútbol ya nadie habla y de la normalización de su práctica (como de la de otros deportes) entre las mujeres y lo que ello significa menos. ¿Para qué?