Guerra de Ucrania
Héctor Abad Faciolince

Héctor Abad Faciolince

Escritor y periodista.

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Aprender a morir

La vida misma me ha enseñado a tener muy presente la muerte, a pensar en ella una y otra vez

De izquierda a derecha, los escritores Héctor Abad Faciolince, Sergio Jaramillo y Victoria Amelina en Kramatorsk (Donbas, Ucrania) el 27 de junio de 2023, momentos antes del ataque ruso que dejó herida de muerte a Amelina

De izquierda a derecha, los escritores Héctor Abad Faciolince, Sergio Jaramillo y Victoria Amelina en Kramatorsk (Donbas, Ucrania) el 27 de junio de 2023, momentos antes del ataque ruso que dejó herida de muerte a Amelina / EDITORIAL AVIZOR

“¿Cuántas formas de sorpresa tiene la muerte?”, se pregunta Montaigne en uno de sus más célebres ensayos: “Que filosofar es aprender a morir”. Y en el mismo aconseja que, en lugar de temer a la muerte, la tengamos siempre presente, incluso en los momentos de placer. ¿No pereció un Papa gozando entre los muslos de una mujer? ¿No se murió aquel otro mientras brincaba en un baile? ¿No se ahogó una amiga con un langostino? Recuerda el filósofo que Esquilo, con temor de que se le cayera encima el techo de una casa, salió a la intemperie, y lo mató “el caparazón de una tortuga que se escapó de las garras a un águila que pasaba volando”. Hay quienes ni siquiera salen de la casa por temor a la muerte y al resbalar en la ducha se desnucan. “Si alguien enseñara a los hombres a morir, les enseñaría a vivir”, concluye Montaigne.

Hace muchos años tuve el honor de publicar un buen libro de cuentos que tenía, además, un gran título: 'Los amigos míos se viven muriendo', de Luis Miguel Rivas. Parafraseando ese título yo podría decir que me vivo muriendo. De no ser por la medicina occidental ya me habría muerto cuatro o cinco veces. Sin tener que filosofar, la vida misma me ha enseñado a tener muy presente la muerte, a pensar en ella una y otra vez: me choqué frontalmente contra un poste a setenta kilómetros por hora; atravesé corriendo un ventanal y de milagro no me desangré; tengo remiendos internos de vesícula biliar, de vértebras y huesos rotos, de corazón abierto y de partes más íntimas que no quiero contar.

A lo anterior se añade, como recuerda Montaigne, que también “la juventud muere en nosotros, que es real y verdaderamente una muerte más dura que la muerte completa de una vida languideciente y que la muerte de la vejez”. Hasta hace un mes yo creía que me estaba despidiendo de la vida poco a poco, lentamente y sentido por sentido. Llevo años percibiendo cómo mis sentidos se desvanecen. Algunas de estas carencias progresivas son invisibles para los demás: he perdido casi por completo el olfato y el gusto. El hedonista que fui ahora distingue un jugo de mango de un jugo de mora solo por el color. Esto me permite ahorrar, porque me da lo mismo un gran vino francés que uno chileno de combate.

También hasta hace un mes me lamentaba por el hecho de haberme quedado casi sordo por el oído derecho. A esto solo le veía una ventaja y era que cuando algún vecino contrataba mariachis a altas horas de la noche, yo apoyaba sobre la almohada el oído izquierdo y la molestia del ruido desaparecía por completo. Creo, además, que le debo la vida a mi sordera. En esa pizzería en Ucrania a la que los rusos le tiraron un misil Iskander de alta precisión, yo me había sentado a la izquierda de Sergio Jaramillo. Como no le entendía lo que me decía, me cambié de puesto para quedar a su derecha, al otro lado de la mesa, de modo que mi oreja izquierda le pudiera oír. Nuestra compañera de viaje, Victoria Amelina, se movió para quedar al lado de Sergio y frente a mí, en el mismo lugar donde yo estaba antes. Poco después, vino el atentado en el que ella quedó herida de muerte y los demás salimos casi ilesos.

Si filosofar es aprender a morir, como enseña Montaigne, hace poco más de un mes aprendí a no quejarme más de la vejez ni de la muerte lenta, a convivir serenamente con ellas, y a no exponer mi vida a situaciones de violencia, ni siquiera por una causa justa como es la lucha contra la invasión rusa de Ucrania y los crímenes de guerra de Putin en ese país. Seguiré denunciando los horrores que comete Rusia en Ucrania (últimamente bombardear catedrales y graneros llenos de trigo), pero haré lo posible por morirme de viejo y en mi propia cama, como mi madre, y no por violencia asesina de los malévolos, como mi padre. Aunque, claro, uno la propia muerte, salvo un suicidio, no la puede decidir.