Romance anónimo
Yepes parece estar contándonos un secreto, que es suyo y no sabíamos que también era nuestro
Javier Puga Llopis
Es el título poético y evocador, de tintes lorquianos, misterioso por lo que dice y no dice, de una melodía escrita a los nueve años e interpretada con la gracia soberana del compositor por Narciso Yepes. Un hombre menudo, calvo, con aspecto de contable del Banco Hispanoamericano, al que sólo le faltaban la visera y los manguitos, y que sin embargo era capaz, vestido de frac su cuerpo breve y apologético, sobre un escenario desnudo, de extasiar a un país entero y contenido como Japón.
Jugaban sus dedos vivos, casi en 'pizzicato', como las patas de una araña ligando seda, arriba y abajo, sobre los trastes de la guitarra de diez cuerdas que él mismo diseñó. No entiendo nada de música, pero sé lo que me hace soñar, lo que consigue que el trayecto diario de casa al trabajo se llene de ideas distintas, haciendo que la de transporte adquiera de pronto una cierta trascendencia, y que el espíritu se eleve sobre la partitura acaso ya escrita de nuestra vida.
Todo, mediante el instrumento español por antonomasia, nuestra cítara con cuerpo de mujer, rasgada por las uñas geniales y demasiado largas de un señor de Murcia. Un demiurgo que ejerce de sacerdote entre lo sublime y lo real, dos reinos por él creados. Yepes parece estar contándonos un secreto, que es suyo y no sabíamos que también era nuestro, hasta que su música nos lo susurró.
Su ritornello saltarín nos baila en la cabeza y nos aligera el corazón, haciéndonos creer, un ratito, que somos dueños de nuestro propio destino. El libre albedrío es la ficción del libre albedrío. Tres minutos treintaicinco de verdadero existencialismo, sin necesidad de leer a Sartre. No es poco. Es cuestión de poner la canción en bucle, y eso que le hemos ganado al tedio.
"Romance anónimo" nunca fue registrado, y sirvió de banda sonora para una vieja película francesa de posguerra dirigida por René Clément y titulada "Jeux interdits" (Juegos prohibidos), nombre por el que también se conoce a la canción fuera de España. Sin embargo, el bautizo de la obra es mucho más certero en su original. Por mucho que la melodía nos lleve mentalmente al cine y a lo lúdico que hay en el romance, no hay nada de prohibido en ella. Todo lo contrario.
Hay algo inexplicable pero que todos entendemos, una madeja que se desovilla a medida que la música fluye, llevándonos su hilo desde la cautela del andante de las primeras notas, recuerdo de un desamor por el que se quiere pasar de puntillas, a un presente que ríe en la mente del músico, por algo que sólo él sabe, y que a los demás nos divierte intuir.
En esa vibración española, en esos primeros acordes que son de angustia universal, de retorcimiento, uno se imagina a un hombre triste por alguien que se fue, y luego a ese mismo hombre, al subir el maestro el tono, en una escala distinta del mástil de su guitarra, en otro tiempo, frente al romance nuevo, trotando sobre las notas de una vida que parece cobrar sentido otra vez. Un hombre enamorado al que le cosquillean los pies en la calle, como al guitarrista los dedos y el espíritu, y al que la perspectiva de lo bonito le da ganas de echar a correr Gran Vía abajo, sin huir de nadie que no sea su pasado, para abrazar el momento y la persona que lo encarna, en una escena que, esa sí, podría ser de película.
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