Apátrida en el Barça

La remodelación del Camp Nou urgía. La decrepitud del estadio era demasiado evidente, por alto que sea el precio del exilio en Montjuïc

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FCB / Jordi Otix

Francisco Cabezas

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No hay nada similar al sentimiento de pertenencia, que arrastra también a una ficticia sensación de propiedad. Como aquel cuento que seguimos tragándonos que dice que el Barça es de sus socios, no de los bancos, los fondos, los inversores o quienquiera que canibalice un fútbol convertido en negocio.

De vez en cuando, supongo que por mi obsesión por los episodios sórdidos, me viene a la mente la tarde de 2001 en el Camp Nou en que Rivaldo, aquel brasileño genial y patizambo, ejecutó una chilena imposible desde fuera del área que permitió al necrófilo Barça de Rexach y Gaspart acceder a la Champions. Los aficionados asaltaron el campo a sus anchas. No tanto para intentar abrazar al sinfín de antihéroes que entoncen poblaban el equipo –la asistencia, sí, la ofreció Frank de Boer–, sino para demostrar que aquel escenario era el suyo. Y que allí podían hacer lo que les viniera en gana. Una pareja se puso a retozar sobre el mismo césped como si no hubiera mañana mientras los hinchas trataban de no pisotear tan tórrida escena. Los más avispados, sin embargo, arrancaban tapetes de hierba con el mismo fulgor emocional de quien se llevó a casa trozos del muro de Berlín. Ni el sentimiento de pertenencia ni el de propiedad cambian, porque vivir obliga a echar raíces. Hace unos días, un buen amigo me mostraba orgulloso una fotografía en la que se le veía agarrando una butaca arrancada del viejo Camp Nou, la misma que durante tantos había ocupado en ese estadio azulgrana convertido de repente en esqueleto a reivindicar.

La remodelación del Camp Nou urgía. La decrepitud de las instalaciones era demasiado evidente –e incluso peligrosa– para continuar retrasando una obra que debería haberse iniciado en aquellos tiempos en que el ex presidente Bartomeu presumía de la capacidad de ingresos de un club que acabaría endeudado hasta el tuétano. En los últimos partidos de la presente Liga, en la que el estadio tuvo una asistencia media de 83.000 espectadores ante la ilusión generada por el Barça campeón de Xavi Hernández, los aficionados ni siquiera se recreaban en las plagas de moscas que acechaban en las salas de restauración o en los baños embozados. Porque, aunque el estadio comenzara a dar miedo, era el suyo. Y nada da más miedo que el exilio.

Está recibiendo el Estadio Olímpico de Montjuïc su oportuna capa de chapa y pintura. La directiva de Joan Laporta ha sabido corregirse a tiempo en cuanto a su monstruosa política de precios, consciente de que los socios no deben ser quienes asuman la carga de una mala gestión. Pero, a expensas de que los abonados que estaban en la lista de espera aprovechen la oportunidad para hacerse con un hueco, siempre habrá un motivo de peso para dar la espalda a la montaña. El frío. El viento. Las salidas sin coche a horas intempestivas. Las dudas de que haya suficientes buses lanzadera. Las escaleras mecánicas, que funcionan un día y al siguiente no. Todo sirve, aunque quizá no haya más que una respuesta. El exilio anula la pertenencia. Nadie se siente cómodo siendo un apátrida.

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