Limón & vinagre

Ferran Adrià: del minigolf al museo

La historia termina satisfactoriamente porque existe la voluntad de pervivir, de traspasar la densa cortina del olvido

Ferran Adrià.

Ferran Adrià.

Josep Maria Fonalleras

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En muchos museos del mundo, desde los más visitados a los más humildes, suele haber un servicio de bar o restaurante. El visitante necesita relajarse después del choque que le ha producido el contacto directo con la belleza. Poca broma. Es necesaria una reconstrucción física después de probar la magnitud artística. En elBulli1846, el museo recién inaugurado en Cala Montjoi, no hay bar ni restaurante. Un dispensador de agua, eso sí. Es suficiente. Porque en este museo "se come conocimiento", que es el lema elegido por Ferran Adrià y su equipo a la hora de bautizar la culminación de lo que fue El Bulli. Una culminación que tiene el doble sentido que le otorga el diccionario. Alcanzar el punto más alto y acabar satisfactoriamente.

En 1961, cuando Ferran Adrià todavía no había nacido, se instalaba un minigolf en Cala Montjoi, en unos terrenos que habían adquirido Marketta Shilling y su marido. Allí montaron una terraza y, después, una barbacoa y, más tarde, apareció Jean-Louis Neichel y, sobre todo, el añorado Juli Soler, el factótum de lo que había de ser El Bulli que conocimos. Mientras, ese niño de L'Hospitalet ya había nacido y se había hecho mayor y había ido al servicio militar en Cartagena y allí, en los cuarteles, trabajó en la cocina del capitán general e hizo amistad con otro recluta, que no era sino Fermí Puig, que le recomendó una estancia en El Bulli, ese antiguo minigolf con nombre de buldog francés. Hace 40 años de todo esto, y Juli Soler, que era amante del rock and roll, es decir, del ritmo acelerado y de la frenética contemporaneidad, le propuso que dirigiera la cocina cuando se licenciara.

El resto es leyenda.

Ahora, 12 años después de haber cerrado (un 30 de julio de 2011), ese restaurante mítico, disruptivo, primigenio, se vuelve museo, la primera instalación de este tipo dedicada a la cocina, que, por definición, es una actividad efímera, casi imposible de catalogar y de mostrar, de convertirse en una memoria duradera. La historia termina satisfactoriamente porque existe la voluntad de pervivir, de traspasar la densa cortina del olvido. Y acaba en lo más alto, porque nunca había pasado que la gastronomía se volviera objeto de contemplación.

En una charla que dio en la Universitat de Girona, Adrià argumentó el cierre de El Bulli (“para ser honestos con nosotros mismos”) y dijo que “había que comprender qué hacíamos”. Este es el origen de la elBulliFoundation y de El BulliLab y del método Sapiens, expresado en la Bullipedia, esta acumulación de reflexión que ha representado y representa un paso más adelante en la relación entre cocina y conocimiento. Había que comprender, pero también era necesario que la carrera de Adrià, todo lo que significó El Bulli, los impactos sensoriales, el placer indefinible de aquel comedor, se convirtiera en un espectáculo, una rememoración emocional. Esto es lo que consigue elBulli1846.

Lluís Garcia, director general de la Fundación, y uno de los hombres clave en la reconstrucción del legado, explica ante las mesas puesta como si todavía hubiera clientes, que justamente eso es lo que falta (los clientes, los comensales). El resto, permanece intacto, gracias a una técnica japonesa llamada 'sumpuru', "como si se hubiera congelado", para poder captar "cómo funcionaba la experiencia", para rememorar los 1386 viajes de ida y vuelta de las bandejas desde la cocina al comedor y viceversa, aquel corriente continuo que Ferran Adrià controlaba desde el puente de mando.

El 30 de julio de 2011, el chef entró en el comedor con la última de estas bandejas. Transportaba allí el "pêche Melba", la deconstrucción final en homenaje a Auguste Escoffier, el referente clásico, nacido en 1846. Todo cuadraba. El rigor máximo, la experimentación llevada al límite y el reconocimiento explícito de la tradición. Ferran Adrià –él y su equipo, la extensa familia de 'bullinianos' que se han esparcido por todo el planeta, los que todavía se mantienen a su lado, albaceas del recuerdo y guardianes de esas esencias primeras– hizo que cocina y arte se hermanaran, que la artesanía y el oficio se volvieran (en aquella documenta de Kassel de 2007) creación en busca de una determinada forma de felicidad. Ahora sabemos por qué hacían todo aquello, pero sigue sin marchitarse la imagen antigua del cocinero caminando solo por la playa de Cala Montjoi, con una rama de hinojo en la boca, en busca de la extraña combinación entre conocimiento y placer, de la pareja sublime de verdad y belleza.

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