Estado autonómico

La sequía autonómica de la financiación

El cansancio de estar aquí y allá ha dejado seca la aportación catalana. Y corren ya, sin respuesta, los tópicos falsos

Leonard Beard

Leonard Beard

Guillem López Casasnovas

Guillem López Casasnovas

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Quienes nos dedicamos al estudio podemos observar fácilmente tendencias, corrientes de ideas más o menos subterráneas que fluyen de una manera u otra hacia la política. Algunas corrientes alimentan posicionamientos previos que se quieren consolidar, embalsar, mientras otras corrientes conforman nuevas posiciones. En la economía política, los manantiales de las supuestas evidencias empíricas abundan y visten finalmente capitales de prejuicios políticos. En la financiación autonómica, estas corrientes son especialmente fluidas. Con las actualizaciones de datos se renuevan en una lluvia que, bien surcada, nunca tiene sequía. La fuente Fedea, muy estimulada por su financiación, es un ejemplo. Se contrapone a lo que en su día era el Institut d'Estudis Autonòmics -hoy, de Autogovern- y la Universitat de Barcelona, bajo la dirección de Trias Fargas -en modo Guadiana-, de Alexandre Pedrós, y de Antoni Castells, después. Constato que de la parte catalana ya casi no manan ideas, y que de la parte central manan en abundancia, al estar bastante financiada. Y esta lluvia fina gana la partida hoy en el análisis para la reforma de la financiación autonómica, tan valorado en el pasado de nuestro catalán partido socialista. Basta mirar las publicaciones y los grupos de trabajo para validar mi constatación.

La gestión estatal de los acuíferos y la prevalencia de los cauces centrales permite a los elegidos hacer y deshacer. Así se impone ya hoy el equívoco de que España es ‘un país de los más descentralizados del mundo’ (lo será en gasto, si es el caso, pero no en autonomía tributaria y responsabilidad fiscal), desde una Constitución reconocida internacionalmente como unitaria más que ‘federal’, a falta de soberanía compartida, y con un sistema de financiación basado en un padre patrón que estima las necesidades fiscales de sus dependientes y transfiere con discrecionalidad (sistema reconocido unánimemente como un gran ‘Frankenstein’). Todo esto, en ausencia de mecanismos de protección frente a deslealtades institucionales varias: ni el Senado, ni el Consejo de Política Fiscal y Financiera, ni el amparo del Tribunal Constitucional.

Terreno baldío

Hechas las lamentaciones, conviene reconocer que el poder de unos es también el abandono de los otros. El cansancio de estar aquí y allá - y la constatación de que todo ‘iba al mar’- ha dejado la aportación catalana seca. Y corren ya, sin respuesta, los tópicos falsos. Por ejemplo -y aquí podría hacer citas para todos los gustos- el supuesto de que la armonización fiscal es el valor de la equidad, y que la demanda de más responsabilidad fiscal expresa egoísmo. Se obvia así el valor de tomar riesgos sobre el propio destino en costes y beneficios, y que todos podemos acabar siendo, por la vía de la igualación, igual de pobres y tontos. También el hecho de asumir la premisa de que siempre más gasto público quiere decir más redistribución, por ‘solidaridad’ -¡eso sí!- sin importar a quién, en qué y cómo se gasta. O entronizar las transferencias de nivelación autonómica por la convergencia de rentas y negligir la política regional, en el contexto conocido de que las desigualdades internas de las regiones son nueve veces más importantes que las externas.

Fuera de este clúster de visión prevalente, aquí, el terreno del estudio de la financiación autonómica es baldío. En parte por no haber labrado ni fertilizado y abandonado su cultivo. También por sobreexplotación: se había querido nutrir de frutos, de ideas, a todo el Estado, pero este las ha dejado pudrir. Vivimos hoy en un contexto poco fértil en que los supuestos argumentos de eficiencia (‘sin diferencias’ se equipara a ‘sin distorsiones’) se imponen a los de ‘respeto a las minorías’ (como si estas no fueran importantes para la cohesión social). Como resultado, parece que son los gobiernos, por su interés, y no los sentimientos de la gente, los que exigen respeto por la cultura, el autogobierno o el derecho a decidir. Desde la mala prensa de la política -de todos los demás gobiernos, menos del propio- se descalifica el principio democrático: las preferencias de la gente son las que hacen gobiernos, y no al revés. Y se ignora que subyugando a un gobierno por otro se sacrifica, por la mayoría del otro, a la mayoría del que se siente diferente. Las encuestas así lo indican: la capacidad de autogobierno a la que aspira la ciudadanía, la añoranza de las diputaciones provinciales frente a las capitalidades autonómicas, o los estudios observacionales de comportamiento (qué se lee, qué medios se escuchan, qué ocio se valora), además del sentido del voto en una reiterada sucesión de mayorías soberanistas, que continúa presente. En este sentido, el no reconocimiento de la diversidad en la financiación autonómica es, posiblemente, ya hoy el menor de los síntomas de lo que estoy exponiendo, pero el enquistamiento en que vivimos tendría que ocupar en quién dice que se preocupa por la cohesión social.

Suscríbete para seguir leyendo