El adiós de Sturgeon por «sentido del deber»
Aquí no dimite nadie. O lo hace quien debería quedarse
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Hay días en que uno amanece con el talante del griego Parménides, con más ganas de contemplar que de hacer. Hay días en que uno se quedaría en la cama leyendo la última novela de Ignacio Martínez de Pisón, ‘Castillos de fuego’ (Seix Barral). Determinados días, uno renunciaría a casi todo por tomarse un café con un amigo en el Hotel Alma o por patearse el parque de la Ciutadella para bajar el colesterol y subir la bilirrubina del ánimo. Ah, la imprescindibilidad de paseos, cafés y amigos. Son algunas de las razones que ha esgrimido Nicola Sturgeon al presentar la dimisión como primera ministra de Escocia tras ocho años en el cargo. «Soy un ser humano», dice.
Bien es cierto que Sturgeon no se encuentra en su mejor momento por el pinchazo de la ‘ley trans’, los recelos que despierta dentro de su propio partido y tal vez porque su mayor aspiración política, la independencia, ha pasado a ocupar el octavo lugar en la lista de preocupaciones de los escoceses, por detrás de la sanidad, la educación, la inflación y otros asuntos (más o menos como aquí, nos atreveríamos a decir). Pero la honra la humildad de reconocer que también le han pasado factura el tiempo, el impacto físico y mental, la gestión del covid y la mecánica del poder, la fricción atroz de cojinetes y engranajes en la política moderna. Dice que se va por «sentido del deber», porque no puede seguir dando cada gramo de energía que el trabajo requiere. Cuando se utilizan símiles así, del campo semántico de las ciencias físicas, es que se está exhausto, aplastado por la teoría de la gravedad.
EN LA SENDA DE ARDERN
Jacinda Ardern, en cambio, prefirió la química: «Tengo el depósito vacío», declaró en enero al presentar la dimisión como primera ministra de Nueva Zelanda al cabo cinco años de mandato. Idénticos motivos: caída de la popularidad y agotamiento por el ritmo y la presión de la ‘política esqueixada’. En ocasiones, conviene bajarse de la bicicleta, reconocer los propios límites, como hizo la gimnasta norteamericana Simone Biles, que se plantó en la final de los Juegos Olímpicos de Tokio sintiendo «el peso del mundo» sobre sus espaldas. Tres ejemplos, tres mujeres, dicho sea de paso.
Dimitir sigue siendo un nombre ruso en España, como Serguéi o Liudmila, aunque la asunción de errores y fragilidades engrasaría el embrollo público. Aquí no dimite nadie o lo hace quien debería quedarse. Me refiero al catedrático Antonio Cabrales, un economista de postín, con un currículum de Champions, quien ha tenido que renunciar como consejero del Banco de España, a propuesta del PP, a las pocas horas de su nombramiento, porque en su día firmó una carta de apoyo a la 'exconsellera' prófuga Clara Ponsatí. Iríamos mejor si las capacidades pesarán más que las ideas.
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