Joan Ollé y yo
Cuando estalló la denuncia periodística, no supe encontrar las palabras de acercamiento. Cobardía, seguro. Falta de valor para internarme en un terreno que me resultaba penoso, hostil, desagradable
Emma Riverola
Escritora
En este diario, Joan Ollé y yo nos dedicamos algunas líneas, siempre en términos de amistad, incluso de admiración. Hasta febrero de 2021, cuando 'Ara' publicó un reportaje en el que estudiantes del Institut del Teatre denunciaban situaciones de abuso por parte de algunos profesores, entre ellos Ollé. Lo reconozco, no supe cómo reaccionar. Nos cruzamos un par de emails en los que él mostraba su indignación y, sobre todo, la necesidad de explicarse, de limpiar esa información que él sentía como afrenta. Apenas supe desearle que todo acabara bien (qué simpleza). No le di el apoyo que él buscaba. No supe. No pude.
Ollé y yo no éramos viejos amigos. Podría contar con los dedos de una mano nuestros encuentros, pero una charla con Ollé daba para mucho. Era brillante, intelectualmente desbordante, tan apasionado, generoso y exigente como imbuido de cierta fragilidad trágica. La muerte de Joan Barril, su gran amigo y compañero de andanzas vitales y culturales, le había sumido en una suerte de orfandad. En nuestras conversaciones, entre disecciones de la obra de Rodoreda en la que ambos andábamos enfrascados o comentarios sobre los artículos mutuos, siempre se colaba el feminismo. Él introducía alguna cuestión, nada trascendental, y yo le respondía sin darle demasiada importancia. Ollé se sentía viejo. Odiaba sentirse viejo. Él, que se había creído invencible. Bebía. Era consciente de ese problema y trataba de pactar límites consigo mismo que siempre acababan por desbaratarse. Quizá ese exceso fuera el principio de otros males. Su trabajo y sus relaciones se resentían. Si acudimos al símil del teatro griego y sus máscaras, Ollé no siempre supo elegir la más correcta.
Cuando estalló la denuncia periodística, no supe encontrar las palabras de acercamiento. Cobardía, seguro. Falta de valor para internarme en un terreno que me resultaba penoso, hostil, desagradable. Más allá de la necesaria presunción de inocencia, las acusaciones tejieron una sombra emocional que no supe rasgar. Un reciente artículo en 'La Vanguardia' de Javier Melero, quien fue abogado y amigo de Ollé, le recordaba y le defendía en lo que cabe entenderse como un acto póstumo de amistad y lealtad. Confieso que aún hoy, si volviera a encontrarme en la misma situación, leyendo las mismas acusaciones, dudaría de cómo enfrentarme a esas sombras. Lo único de lo que estoy segura es que no trataría de esclarecerlas despreciando a las mujeres que se atreven a denunciar. Menos todavía, convirtiéndolas en culpables.
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