Buscarse un buen nombre
Quién sabe si a veces el éxito o el fracaso no dependen de insignificancias, de intangibles como que te llames de una manera o de otra
Juan Tallón
Escritor.
Cerca de mi casa, en la calle Arturo Soria, hay un pequeño negocio en el que no había reparado nunca hasta hace dos días, que pasé por allí de casualidad. El letrero de la fachada dice «Peluquería Kedosa. Unisex». Nada que se pueda considerar interesante a la vista, salvo porque pegado a este negocio hay otro, un poco más grande y quizás ambicioso, cuyo letrero reza «Taller Kedosa. Mecánica. Electricidad. Especialista en Volkswagen y Audi. Servicio de Neumáticos». La coincidencia me trastornó en cuanto la vi. Naturalmente, ya no tuve otra cosa en la cabeza durante todo el día. Me lo pasé elaborando hipótesis que explicasen esa insistencia en llamarse Kedosa, y en qué significaría Kedosa. Pude haber entrado a preguntar, por supuesto, pero eso habría estropeado parte del misterio. Y, por otra parte, en el momento ni se me ocurrió. No me caracterizo por tener esa clase de buenas y lógicas ideas.
Mis limitaciones me sirvieron para concluir que los encargados de ambos negocios pertenecen a la misma unidad familiar, y cada uno de ellos se dedica a lo que mejor se le da, bajo un nombre comercial de grandísimo tirón, gracias a que no se entiende, suena mal, y es perfectamente confundible con Kadesa, Kodasa, Kaseda o Kedaso. En cambio, me queda claro que, si en el futuro, la familia amplía miras, e innova otros negocios, estos se llamarán, si es el caso, Cafetería Kedosa, Funeraria Kedosa, Supermercados Kedosa, Construcciones Kedosa. Lo que sea, pero siempre Kedosa.
A veces, un buen nombre es todo lo que se necesita en la vida. No solo para un negocio. Billy Wilder contaba que dedicaba mucho tiempo a pensar los nombres de los personajes de sus guiones. Una vez dio con un que le gustó tanto que lo uso en cuatro películas diferentes: Sheldrake. Tenía ciertas vibraciones, decía, tenía carácter. No era como señor Jones o señor Weber, o algo por estilo. Cuando se da con un buen nombre no hay que dudar en quedárselo. En 2001, Enrique Vila-Matas participó en una mesa redonda en Budapest, sobre narrativa hispánica, junto a Eduardo Mendoza, Rodrigo Fresán y Andrés Neuman. Cuando el escritor español quiso saber quién era el moderador, se lo presentaron como Imre Kertész, un completo desconocido hasta unos meses después, que le concedieron el Nobel de Literatura. Vila-Matas andaba por entonces a la busca de un nombre para un personaje chileno de origen judío, de cara a su próxima novela, y acabó poniéndole Felipe Kertesz.
Quién sabe si a veces el éxito o el fracaso no dependen de insignificancias, de intangibles como que te llames de una manera o de otra. No se puede conocer, a priori, la buena o mala fortuna de un nombre: simplemente, pasa. Te ponen, por ejemplo, María del Rosario Cayetana Paloma Alfonsa Victoria Eugenia Fernanda Teresa Francisca de Paula Lourdes Antonia Josefa Fausta Rita Castor Dorotea Santa Esperanza Fitz-James Stuart y de Silva Falcó y Gurtubay, y parece que algo no funciona, pero lo resumen en algo más corto y directo, como Duquesa de Alba, y es un éxito.
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